Grandeza

Elvira Navarro
Vivo en el borde de un barrio nuevo de una localidad cercana a Madrid. Un barrio sin densidad, del que la gente entra y sale en coche.
Al lado de la carretera, en los bordes de mi localidad, está el mall, donde todo el mundo hace la compra los fines de semana. Son compras grandes que colman maleteros. Que todo el mundo esté acostumbrado a moverse en coche, y la cercanía del mall, con sus hipermercados excelentemente surtidos, lleva a que los súper, es decir, los Simply y los AhorraMás y los Mercadonas que tratan de abrirse paso por estos lares estén siempre vacíos. A mí, que es la primera vez que vivo en un lugar tan nuevo y tan desierto, en una zona que es casi como una maqueta, y además sin coche (ni siquiera sé conducir), se me hace raro que los supermercados luzcan tan desolados, con su fruta pocha. Cuando llegué, hace un año y medio, el súper más cercano a mi casa contaba con carnicería y charcutería. El carnicero hacía lo imposible por caerte bien: te contaba chistes, te explicaba qué parte de la ternera le convenía a tu guiso. Pero no logró conservar su puesto de trabajo. La sección carnicería-charcutería cerró. Cuando iba y no compraba carne, veía a aquel hombre observarme con una expresión cercana al rencor, como si dependiera de mí que él siguiese tras el mostrador. ¿Pero quién compra carne y embutido en un sitio donde no se consume, donde es fácil pensar que las piezas llevan más días de la cuenta en la nevera y que ya no son frescas? Confieso que me sentí aliviada cuando vi los mostradores sin pechugas ni luces, aliviada por toda la carne que no se iba a desperdiciar, y sobre todo porque ya no había nadie acusándome desde lejos de la precariedad de su empleo, aunque quizás esto último no fuera cierto. A lo mejor se trataba simplemente de mi mala conciencia, que yo proyectaba sobre aquel carnicero porque siempre es más cómodo echarle la culpa a los demás.
Pero de lo que quiero hablar es de la cajera del súper de al lado de mi casa. Es una mujer que vive en mi mismo edificio, una VPO de manzana cerrada, y que rellena su escasa actividad junto a la caja registradora con una preocupación casi maternal por los clientes. Esta cajera te saluda con una sonrisa, te acompaña hasta la estantería cuando no encuentras algún producto, te informa de qué lavavajillas es mejor. Atraviesa nuestro patio tirando de un carrito con varias cajas que contienen las compras de algunos vecinos. El súper no tiene servicio de reparto, pero ella se ofrece a llevar esas compras cuando acaba su turno.
Estamos acostumbrados a dar sólo cuando esperamos recibir, y esto lo llevamos a todos los ámbitos: pareja, amigos, familia. En los trabajos, además, es harto recomendable que así sea si no queremos acabar siendo esclavos. Sin embargo, a veces lo que resulta desaconsejable desde el punto de vista de la supervivencia no sólo individual, sino también colectiva, tiene otra vertiente donde brilla, porque nos hace humanos, porque significa que la precariedad no nos ha desposeído de la grandeza de espíritu, y eso es lo que yo veo en esta mujer. A pesar de que es probable que el supermercado cierre, y de que nadie, excepto los pocos que vamos a comprar, parece reconocer su trabajo, ella no escatima en hacerlo bien.
Creo que fue a Max, el historietista, a quien escuché decir (y que me perdone por citarle si no fue él) que lo que consideraba verdaderamente revolucionario es que la gente hiciera bien su trabajo. Y tenía razón. Imaginen lo que supondría (¡y en un país tan de ñapas como el nuestro!) que no escatimásemos en hacerlo bien de verdad, con la misma grandeza que esta señora; que todos, los de arriba y los de abajo y los de en medio (multinacionales, políticos, constructores, bancos, jueces, médicos, maestros, periodistas, abogados, artistas, cocineros, camareros, panaderos, peluqueros, albañiles…) tuviéramos ese mismo compromiso con la esplendidez, con el servicio a los demás. Si tal cosa ocurriera, serían imposibles la explotación, la guerra o la chapuza, y conquistaríamos una dignidad verdaderamente humana. Pero para eso hay que atreverse a ser como la cajera, hay que ser grande incluso cuando las circunstancias son pequeñas e incluso abyectas, y parecen abocarnos a la mezquindad. Y si no se creen a mi cajera, lean El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, que cuenta esto mismo tras su paso por varios campos de concentración nazis. “La Historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación”, afirma Frankl. “¿Quién es, en realidad, el hombre? Aquel que siempre decide lo que es”.