Una portada. Una portada que describe este tiempo sin necesidad de palabras. Que cuenta lo que se cierne sobre ese universo masculino de heterosexualidad blanca que es el Congreso norteamericano cuando atraviesen la puerta… ELLAS.

La última portada de The New Yorker ha arrancado aplausos, al igual que lo hicieron las nuevas congresistas que destilan todo menos uniformidad. Cada una es de su padre y de su madre, piensa como le dicta el corazón incluso dentro del mainstream de su propio partido, ama como quiere y viste como le da la gana.

Trato de evitar preferencias, pero por afinidad de lengua me encanta esa mujer que es capaz de soltarles a los comentaristas de la Fox que aprendan de una vez a pronunciar su nombre: Alexandria Ocasio-Cortez. Aquí, a más de uno también se le atragantaría. Alexandria es joven -29 años-, rematadamente joven para un país que se ha topado con que la congresista más bisoña de su historia viene de la calle, habla como quienes la patean a diario y se enorgullece de no llegar a fin de mes. Encima latina, prima hermana de los seres humanos que caminan hacia la frontera de un país cuyo presidente pretende mandarlos por donde han venido mediante una patada en el trasero. Hubo una época en que el triunfo vestía galones, ahora gasta ropa de Zara y Mango, aunque todavía hay quienes tachan los estilismos de determinadas mujeres de millonarios, solo porque los lucen decentemente. Una crueldad más contra nosotras, venida de aquellos que se sorprenden de la naturalidad con la que quienes rondan la treintena comparten sus fracasos, sus debilidades, sus inseguridades, creando un escenario común en donde se reconocen para hacerse fuertes. Son millennials y, con franqueza, creo que yo hubiera encajado bien en una generación que busca sumar y no precisamente ceros en la cuenta bancaria, que antepone la felicidad a su progreso laboral, que cruza la ciudad en bici y se lleva un táper a la oficina. Conste que he empezado… a lo del táper, lo de la bici cuesta más.