Jekyll & Hyde
Elvira Navarro
Todo es bello. La forma en cómo cae la montaña, con sus laderas escarpadas, abiertas como bocas que susurran sobre un lecho verde; las nobles casas de piedra, tan brillantes y arraigadas sobre el terreno, con sus macetas de geranios colgando sobre las fachadas; la carretera como una culebra que repta por la pendiente, hecha de terrazas de piedra; la suavidad con la que el sol se despide y el alba tímida que rasga el negro de la madrugada. El paseo por los acantilados, con el Mediterráneo fulgurante, solaz; el silencio tranquilo y extraño en cuanto sale la primera estrella, roto a veces por unos pasos que atraviesan la noche. Hay algún gato, patios hermosos con limoneros, una cartuja célebre que tuvo huéspedes aún más célebres, y por supuesto calles empinadas y estrechas, un par de hornos que esparcen desde el amanecer el olor dulce de las ensaimadas. Ah, y también ese día en el que nos pasean en un Méhari por la carretera que bordea la costa, el aire suave contra el cuerpo, el horizonte inmenso.
Por eso, cuando llego a una de las playas más turísticas, tras tomar un trabajoso autobús que me escupe montaña abajo, en la ciudad, y a continuación me encuentro con las tiendas de souvenirs, los puestos de cerveza y salchichas, los estudios de tatuajes, las botellas de whisky, los jóvenes alemanes rapados y rebosantes de piercings, escuchando en manada música tecno en la playa, borrachos o recién salidos de un sex shop donde hay cabinas para que se hagan una paja rápida; así como con las muchachas alemanas con vestidos que parecen trapos y convencidas de que lo sexy también es ir en pijama de verano por la calle, con un buen bikini para realzar los dantescos pechos arios que se tambalean y vomitan a las cuatro de la tarde sobre la arena, en lugar de horrorizarme sigo encontrando belleza, pues todo es tan bonito en mi pueblo de postal de la montaña, en sus inmaculadas callejuelas, que echaba en falta la suciedad, el placer soez.
Que me guste el cutrerío es un gran triunfo de la democratización del ocio sobre mí, me digo. O de la globalización. O de la televisión. O de nada de esto.
Recuerdo un ensayo de James Hillman titulado Un terrible amor por la guerra, que sostiene un argumento provocativo en estos tiempos puritanos, pero bastante razonable. Dice Hillman que la guerra es inherente al ser humano, pues lo ha acompañado a través de los siglos, manifestándose en los hechos y en el pensamiento. Para Heráclito la guerra engendra el cosmos, para Hobbes y Kant constituye el estado natural del hombre, y para Lévinas el ser se revela como guerra. Paradójicamente, según Hillman y también según el sentido común de la mayoría de los mortales, la guerra es «inhumana». Es indeseable, y quién no la aboliría si pudiera. Pero aquí está el quid del libro. Cuando Hillman señala lo de «inhumana», no está haciendo ningún juicio moral, sino que se refiere a lo que no queremos reconocer de nosotros mismos, o a lo que Jung dice que condenamos y reprimimos, convirtiéndolo en una sombra que nos posee de cuando en cuando. Como míster Hyde al doctor Jekyll.
Cambien ahora lo de la guerra por lo de mi súbito gusto por el cutrerío. O por todos los placeres culpables y pulsiones inconfesables, vergonzosas, terribles, que puedan asaltarles a ustedes.