Preguntas incorrectas

Silvia Ocaña
Que los culpables, los únicos culpables de todas las agresiones sexuales, son los agresores debería ser una obviedad, pero parece que no lo tenemos tan claro. Lo hemos visto en el caso Weinstein, sobre el que incluimos un amplio reportaje en este número. “¿Para qué suben a una habitación de hotel?” “¿Por qué no denunciaron antes?” “¿Por qué siguieron trabajando con él?” Y lo hemos visto también en el proceso que juzga a los cinco acusados de violar a una chica de 18 años en los sanfermines. La defensa contrató a un despacho de detectives para que espiase a la víctima y sus redes sociales en las semanas posteriores al suceso, no fuera a ser que a la chica se le hubiese ocurrido intentar seguir con su vida normal. El juez decidió tomar el informe en consideración para incorporarlo a la causa.
Son ejemplos de que ese perverso mecanismo social por el que se responsabiliza a la víctima, aunque sea en parte, de lo sucedido, sigue funcionando. “¿Había bebido?” “¿Qué ropa llevaba?” “¿Cómo se le ocurre andar sola en plena noche?” Como si beber, vestir de una manera o ir por la calle a determinada hora fuese una invitación a algo. Que durante la investigación y el juicio se tenga que demostrar que el delito se ha cometido es lo normal en un Estado de derecho. Que se cuestione lo que hizo la víctima antes o después de una violación es, sencillamente, intolerable.
Lo bueno —si es que se puede sacar algo bueno de situaciones tan terribles— ha sido la ola de indignación, por un lado, y de solidaridad, por el otro, que se ha generado en ambos casos. Entre hombres y mujeres. Se habla del tema, y eso es bueno, porque solo planteándonos las cosas, haciéndonos entre todos conscientes de que muchos de los comportamientos y actitudes que hemos normalizado son de todo menos normales, los cambiaremos.
En enero de 1976, la revista Redbook hizo una encuesta entre sus lectoras sobre acoso sexual en el entorno laboral. Fue una investigación bastante pionera sobre el tema. De hecho, el término ‘acoso sexual’ había empezado a utilizarse pocos años antes en los círculos universitarios estadounidenses. Recibieron respuesta de unas 9.000 mujeres. El 90% de ellas declararon haber sufrido algún tipo de acoso por parte de sus compañeros o superiores: desde miradas lascivas a comentarios o bromas de tipo sexual, indirectas, contacto físico indeseado (tocamientos, pellizcos, frotamientos) o incluso proposiciones para mantener relaciones sexuales en situaciones en las que las mujeres sabían que rechazar la propuesta podía ser perjudicial para sus carreras. Exactamente cuarenta años después la revista repitió la investigación para acabar descubriendo que la situación había cambiado poco: en 2016, el 80% las mujeres declararon haber vivido alguna situación así.
Quizá suene ingenuo, pero movimientos como #MeToo o #HermanaYoTeCreo me hacen tener esperanza. Una de las expertas que participan en el reportaje sobre el acoso que publicamos asegura que algo así hubiese sido impensable hace diez años. Ojalá no haya que esperar otros cuarenta más para que el mensaje cale de verdad.
Silvia Ocaña es la directora de Mujeres a Seguir.
Este artículo de opinión se publicó primero en el tercer número de nuestra edición en papel.