Miedo

Elvira Navarro
Una amiga me dijo hace poco que ha dejado de leer la prensa y de ver informativos. Me argumentó que eso era lo mejor que podía hacer para no seguir alimentando la cada vez más infernal realidad. O lo que los medios dictan como realidad, porque realidades hay muchas. Las instancias que la conforman son infinitas, y empiezan por la percepción de cada cual. Pero a lo que voy: mi amiga siguió diciéndome que, en cambio, sí leería un periódico de buenas noticias, y no por ñoñería ni con ánimo de encerrarse en una torre de marfil, sino porque eso a lo que llamamos realidad se conforma con lo que creemos sobre ella en la medida en que esas creencias determinan nuestro comportamiento. Me acordé entonces de que, hace ya unos cuantos años, mi abuela me preguntó cómo era posible que yo viviera en Madrid, si allí la gente se mataba todo el tiempo a tiros por la calle. Aterricé aquí en 1995, y no he presenciado un solo tiroteo en la ciudad. En cambio para mi abuela, que nunca pisó Madrid y que veía religiosamente los informativos, la capital era un lugar en el que te volaban la sien a poco que te descuidases. Si los residentes en Madrid hiciéramos más caso de las noticias que de nuestra experiencia, caminaríamos con mucho miedo e incluso con armas, y Madrid se convertiría, como creía mi abuela, en una ciudad muy peligrosa. Desde esta perspectiva, la postura de mi amiga es más que razonable.
Hay que estar informado. ¿Quién no ha escuchado desde su niñez ese mantra? ¿Y quién, en virtud de él, no ha confundido la información con el conocimiento? Vuelvo a mi pobre abuela: el exceso de determinado tipo de información generó en ella una distorsión. La llevó a un conocimiento falso. Cuando se nos insta a estar informados, se nos recomienda leer periódicos de todas las ideologías para contrastar las noticias y tener una idea más ajustada de esa cosa incomprensible a la que denominamos realidad, pero rara vez cuestionamos el para qué de ese conocimiento generado por un criterio en el que la noticia, la información relevante, es sinónimo de mala noticia, y donde esa amalgama de tragedias y maldades sin fin se considera lo más pertinente para estar al tanto de lo que pasa en el mundo. Valga decir: de lo que el mundo es. Llama la atención, por otra parte, que no haya distingos en los medios en lo que a esto respecta. Con mayor o menor grado de espectacularidad, con más o menos rigor, todos los periódicos se nutren de lo que nos da miedo. Pero no vivimos sólo del miedo, ni éste es siempre buen consejero. Un poco de miedo nos hace ser prudentes, sí, pero basta con subir un poco el volumen para que la razonable prudencia sea sustituida por una desconfianza neurótica, cuando no por el odio. Ambas cosas nos vuelven vulnerables.
Hay una novela que describe muy bien la neurosis producida por la cascada de crímenes, robos, peleas y agresiones que circulan por los medios: El país del miedo, de Isaac Rosa. A través de un padre acobardado, Rosa relata los efectos enloquecedores de creerse expuesto de continuo a peligros inminentes. Este padre de El país del miedo podríamos ser todos nosotros, bombardeados por accidentes, atentados, amenazas de rebeliones sanguinarias y guerras. Si todo eso sólo nos lleva a convertir al mundo en un monstruo, al otro en un eterno enemigo y a nosotros en seres pusilánimes o en odiadores, ¿de qué nos sirve?