A Carmen la persiguen los calificativos. Se le ha aplicado - y a menudo escupido - una parte generosa del diccionario, desde la A de auténtica hasta la Z de zorra (combinando ambas palabras la cosa pasa a mayores, y sin embargo sigue sirviendo como ejemplo). Pero ella corre más rápido. Su ansia de libertad es tan feroz que fulmina cualquier encasillamiento. Para cuando se la quiere tildar de algo, la denominación se queda obsoleta porque ha pasado a ser otra cosa.

A Carmen no le interesa el pasado, y es agudamente consciente de que no tiene futuro. Por eso vive aferrada al presente como forma única de existencia. Carmen practicó, antes de que se pusiera de moda, el mindfulness, esa elección de transitar momento a momento como única opción sensata en un mundo demente. Echar la mirada atrás, cargar con mochilas o simplemente arrepentirse no entran en su cabeza, como tampoco lo hacen formar una familia o celebrar los cincuenta.

A tenor de lo escrito y debatido desde que Prosper Mérimée escribiera su novela, parece haber algo muy incómodo en esta mujer. Tal vez sea porque revela nuestras propias contradicciones (¿a quién le agrada asumir que estamos llenos de incoherencias?). La libertad que ella proclama la deseamos muchos. Pero el precio es demasiado alto para la mayoría; no para ella. Por eso no se lo podemos perdonar: deseamos lo que ella tiene, pero nos asusta cargar con las consecuencias. A ella, sin embargo, no hay quien la pare. Mérimée tuvo claro que “Carmen siempre será libre”. Corría 1845 y ni siquiera la cabeza que la ideó pudo contenerla.