Tocar la verdad

Laura Furones

Laura Furones

Aquel concierto tuvo unas críticas francamente mediocres. Su avanzada edad ya resultaba digna de sospecha –andaba por los 70– y se empezaba a chismorrear sobre el rápido declive de su virtuosismo. A las interpretaciones de las obras de Liszt y Chopin que componían el programa, diabólicamente difíciles sin excepción, se dedicaron adjetivos como distantes, frías o poco estimulantes. Se hizo un hincapié excesivo en elogiar su pasado, una forma poco sutil de poner en entredicho su presente. También los aplausos del público que aquella noche llenaba el Royal Festival Hall de Londres sonaron apáticos, acaso decepcionados por no haber oído lo que esperaban, o a quien esperaban. Maurizio Pollini se estaba apagando. No se dijo con esas palabras, pero por encima de esos juicios de público y crítica sobrevolaba un en qué estaría pensando ese hombre, hay que saber cuándo ya no se está a la altura, cómo no tiene el decoro de hacerse a un lado.

Poco antes de ir al concierto, había leído esta reflexión de Pollini: “¿Cómo podemos saber si hemos comprendido el significado de una pieza musical? Por la emoción que nos provoca. Es un criterio subjetivo, pero es el único que realmente funciona”. Y esa noche, rodeada de miradas displicentes, yo sentí precisamente eso, que comprendía. No consistió en una emoción abstracta, ni fue el resultado de estar más receptiva, tampoco el de suponerme más dotada que mis compatriotas de butaca. Simplemente ocurrió que aquel concierto, por llegar cuando llegó, me mostró algo parecido a una invitación, una propuesta de reclamar de nuevo la vida. Sucedió que yo llevaba meses transitando por esa oscuridad que vivimos tantas mujeres, que tan bien hemos aprendido a esconder y que tan a menudo va acompañada de un trinomio perverso de vergüenza, miedo y culpa; esa oscuridad que penaliza doblemente por nacer poco después de un hijo, haciéndola aún más reprochable; esa, también, que nos hace querer vivir y no vivir a la vez, sobrepasadas por todo y por todos, infinitamente solas con nuestra criatura. Fue así, en aquel estado intransitable, como llegué a la sala de conciertos aquella tarde, abrumada por lo que en otro momento hubiera sido un viaje rutinario en el metro, desorientada en aquella sala de conciertos tan familiar hasta solo unos meses antes de entonces, con el impulso de dar la vuelta y regresar a mi guarida, de la que nunca debí haber salido. Tales eran los pensamientos, o los delirios, que amenazaban con tomar el control mientras los asistentes nos sentábamos en nuestras butacas y esperábamos a que Pollini saliera a escena.

Salió. Qué visión aquella. Apareció por el bastidor izquierdo, caminando con la espalda entregada a la gravedad y tan lentamente que parecía imposible que fuera a ser capaz de llegar hasta el piano. Resultaba una escena del todo irreal, o más bien irrealizable, inconcebible bajo cualquier concepto que aquello fuera a prosperar. Aquel hombre, pensé, también se tenía que haber quedado en casa, como yo.

Entonces, se sentó al piano y empezó a tocar.

Es cierto. El programa que desgranó Pollini tuvo momentos (formidables momentos) de esa genialidad que lo acompañó toda su vida. También adoleció de serias carencias. Bregar con las obras elegidas le resultó manifiestamente laborioso, un esfuerzo que, en cualquier artista, esperamos que sea invisible a ojos del público, como son invisibles los dedos de los pies sobrecargados de una bailarina en puntas o la espalda dolorida de un escritor sedentario cuyo libro disfrutamos. Resultaría absurdo negar la evidencia de que ante nosotros se presentaba el ocaso de un pianista genial y la decadencia de un hombre.

Y eso, precisamente, fue lo que yo creí comprender. Comprendí que él debía saberlo. Lo contrario es inimaginable. Debía ser consciente de que salir a escena ofreciendo apenas una evocación de lo que había sido le granjearía el desprecio de quienes solo validan la perfección. Debía sentir de alguna forma, él también, su propio trinomio de adjetivos perversos. Pero no por ello dejó de salir a escena. No por ello renunció a ofrecer la mejor interpretación posible en aquel momento. Salió a tocar su verdad, transparente, sin miramientos y con todas sus consecuencias. Aquel concierto fue una experiencia transformadora y una lección de afirmación ante la vida y ante uno mismo. De alguna forma, en su fragilidad vi la mía, de repente menos aterradora.

Maurizio Pollini acaba de fallecer, y han llovido los más que ganados elogios de quienes han recordado su altura artística, su incomparable interpretación de música contemporánea y modernista, y sus no menos memorables abordajes del repertorio clásico y romántico. Se ha escuchado un suspiro de alivio colectivo al hacer inventario de las grabaciones que nos deja. Volver a ellas será siempre un privilegio por la belleza que contienen, y nos permitirán seguir escuchando a un pianista milagroso. Más allá, quedará también el recuerdo de un hombre que, sin duda, nos ha hecho mejores oyentes de la música, es decir, mejores oyentes de la vida.

 

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