El optimismo como rebelión
Laura Furones
"Es fundamental que defendamos este paquete de medidas". Si leemos esta frase intentando darle la entonación correcta, seguramente apostemos por un tono empresarial, de asertividad profesional. Sin embargo, a Alok Sharma, el presidente de la COP26 celebrada hace un año en Glasgow, se le rompió la voz al pronunciarla. Le había tocado presidir dos semanas de negociaciones destinadas a frenar la crisis climática. El tiempo para negociar había concluido veinticuatro horas antes y muchos ya se habían marchado, pero se estaba demasiado cerca de lograr un avance histórico como para desistir. Por primera vez, parecía que todos los países del mundo se habían puesto de acuerdo en una medida sin precedentes. El texto que estaba a punto de firmarse incluía una referencia explícita a la necesidad de eliminar el carbón y los subsidios ineficientes a combustibles fósiles. Nunca, en los veintiséis años desde que se celebraban las negociaciones sobre cambio climático, se había aludido a los combustibles fósiles en los acuerdos. A última hora, la referencia a “eliminar” se cambió por “reducir progresivamente”. Los textos que se negocian en las COP son intricados, pero el abismo que separa ambas propuestas está al alcance de cualquiera. El acuerdo, así diluido, acabó firmándose. Hubo que consolarse pensando que peor hubiera sido no tener acuerdo.
Egipto ha vuelto a reunir este año, en la COP27, a todos los países del mundo. La crisis que resolver es la misma; la urgencia, aún mayor. Por eso, una vez más, allí han ido también representantes de pueblos indígenas, cooperativas agroforestales, grupos de mujeres, pequeños agricultores y otros muchos colectivos en primera línea de la crisis. Para ellos, no es cuestión de sacrificar el futuro. Ya se están jugando su presente. Además, en Egipto han estado también la friolera de 636 representantes de intereses relacionados con los combustibles fósiles. Paremos a pensarlo un momento: en una conferencia dedicada a buscar soluciones inaplazables para tratar de no extinguirnos, se permite el acceso multitudinario a la industria que más contribuye a generar el problema. ¿Trataríamos de restaurar un mueble de madera arrojándole termitas encima?
La COP27 ha concluido con un acuerdo. En él no hay rastro de ningún avance sobre la necesidad de abandonar los combustibles fósiles. Se limita a volver a hacer un llamamiento a su reducción progresiva, una declaración de buenas intenciones sin compromisos concretos, es decir, inútil. Esto sucede porque los acuerdos de la COP deben aprobarse por unanimidad. Poner de acuerdo a todos los países del mundo no es tarea fácil, no cabe duda. Y a río revuelto, ya se sabe, porque mientras todo esto sucede, la industria petrolera y gasífera sigue engordando con beneficios que baten récords. Gracias a la guerra, además, los combustibles fósiles gozan de una nueva era dorada. La COP28 se celebrará en los Emiratos Árabes, séptimo productor de petróleo a nivel mundial. Saquen sus propias conclusiones.
Ante un panorama tan desalentador, no queda otra que ser irreductiblemente optimistas, aunque sea como última forma de rebelión. O de supervivencia. Y aquí va la buena noticia, porque algo sí se ha logrado este año: el establecimiento de un fondo global para pérdidas y daños, que ayudará a los países más vulnerables a hacer frente a los envites de la crisis climática. Esto supone un alivio para quienes están ya con el agua al cuello, a veces literalmente. También marca un primer paso hacia otra gran prioridad en esta crisis climática, que es la justicia con quienes más la están sufriendo, porque son precisamente quienes menos han contribuido a causarla.
No dejar a nadie atrás es esencial, y los países con más músculo económico tenemos el deber moral de apoyar a quienes no tienen tanta suerte. Pero no nos engañemos. Nadie escapa a esta crisis. Países vulnerables seremos todos, antes o después. El futuro que nos amenaza es aterrador. Por eso hay que luchar por esos otros futuros que, si tenemos la ambición de imaginar y construir, nos esperan. Los científicos no saben cómo alertarnos de que el tiempo se nos acaba. ¿Nos dirigimos hacia el fin de la vida sobre el planeta? Sin duda. Pero aún podemos cambiar el rumbo. El velero lo gobernamos nosotros, y solo precisa de viento.
Laura Furones es experta en gobernanza y derechos relativos a los bosques, la tierra y el medioambiente