Las personas máquina

Elvira Navarro

Elvira Navarro

El sueño según el cual íbamos a ser liberados por la máquina siempre dio un poco de miedo porque no hay utopía que no lleve aparejada su distopía. Delegar en la máquina es darle el poder, tornar en ideal humano lo que solo pueden ejecutar los aparatos. Queremos para nosotros la monótona perfección y eficiencia de un ordenador, hacerlo todo siempre bien, no equivocar el programa, trabajar lo que nos echen sin cansarnos, producir sin queja, tener siempre el mismo aspecto, que nuestra piel emule la tersura total del plástico o del metal, y llegar a la vejez tan calladamente como los electrodomésticos y los coches, mediante obsolescencia programada, dejando de funcionar sin previo aviso y sin una sola arruga.

La tiranía de la perfección ha invadido no pocos de nuestros ámbitos, aunque donde más se nota es en el físico. Las mujeres no nos hemos liberado del yugo de, por ejemplo, la depilación, sino que esta se ha extendido a los hombres. Muchos exhiben ahora el pecho afeitado y las piernas sin un solo pelo. Los gimnasios están llenos de gente dolorosamente esforzada y sudorosa, los adultos se ponen los aparatos en los dientes que no les pusieron sus padres porque ahora tener los dientes torcidos es casi pecado. Los hombres calvos se avergüenzan más que antes: unos viajan a Turquía a que les implanten cabello y otros se tapan con gorras. Veo a niños mirar casi con miedo los sobacos de las mujeres con vello, pues las adultas con las que se relacionan se los quitaron con láser y se han acostumbrado a una imagen del cuerpo femenino donde los pelos solo salen en la cabeza y en las cejas. Gastamos toneladas de dinero en cremas antiedad, nos sometemos a dietas y a blanqueamientos bucales, y cuando alguien adquiere relevancia se le impone (o se autoimpone) lucir impecable cual maniquí: así la reina Letizia, tan compuesta y recompuesta que da repelús, o los actores y actrices, que son duramente reprendidos cuando no se parecen a su fotografía retocada. Porque es en el caso de los actores donde esto se lleva al extremo. Incluso a menudo da igual cómo actúen. Muchas pelis y series están llenas de actores malos, insulsos, sin carácter: han sido elegidos más por lo que tienen de modelos que de actores. Cuesta incluso acordarse de ellos, son apenas sombras al lado de un José Luis López Vázquez, una Rafaela Aparicio o un Alfredo Landa, quienes eran no solo actorazos, sino también personas que no aspiraban a ninguna homologación de sus cuerpos. O normatividad, como se dice ahora.

Porque tanta perfección desemboca en la más absoluta intercambiabilidad. Si la cara (y también el cuerpo) es el espejo del alma, las nuestras parecen todas iguales, sin un defecto pero también sin ninguna peculiaridad. Sin gracia. Sin salirnos del plato. Lo más siniestro de todo es que no paramos de hablar de lo bonita y necesaria es diversidad mientras se nos va la vida en que no se nos vea el diente que se nos ha caído, en disimular los michelines que antes se asociaban con la felicidad, en consultar los precios de las clínicas de cirugía y en reservar un presupuesto mensual para el gym, al que acudiremos obedientemente contándonos que es por salud y no por estética. Eso sí, celebraremos los cuerpos no normativos que salen en la publicidad o en la tele, pero siempre y cuando se mantengan como cuota.

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