Hace años leí una entrevista a E.L. Doctorow en la que el autor decía que un escritor es lo contrario a un experto. La cabeza de un experto es como un inmenso archivo: lo saben todo sobre tal y cual tema, y la naturaleza de su saber es académica, científica: saberlo todo sobre X significa conocer todas las teorías sobre X, todos los experimentos sobre X, etcétera. En cambio, alguien que escribe literatura se acerca a X, lo observa, lo escucha, lo saborea, a lo mejor lo compara con algo parecido, o con algo que le paso en su infancia. El acercamiento es indirecto, extraño, en absoluto metódico: más que descubrir a X, lo que se busca es que X se muestre. Doctorow añadía en aquella entrevista que los escritores actuamos como si no supiéramos nada sobre el mundo, como si pudiéramos nombrarlo por primera vez al escribirlo, con esa inocencia del descubrimiento, cuando las cosas brillan y están llenas de fuerza y misterio. No en vano el enemigo de la literatura es el lugar común, el tópico, pues no evoca más que lo manoseado y mil veces masticado, convenido, dócil, muerto. Piglia escribió al final de sus Tesis sobre el cuento: «El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud».

Días atrás, mis alumnos y yo discutíamos sobre Memorias de África, el hermosísimo libro que Isak Dinesen escribió tras vivir diecisiete años en África, en la que esa inocencia de la escritura brilla por partida doble: porque Dinesen es una narradora clásica, que quiere decir confiada en el poder de la palabra (no hay resabio, tampoco ese tipo de ironía postmoderna que lo derriba todo y desemboca en mediocridad); y porque además el mundo que cuenta se despliega con esa cualidad inocente de la que estamos hablando aquí: se trata para Dinesen de un mundo nuevo, nunca visto, no narrado apenas antes, sobre el que la escritora danesa derrama curiosidad, amor, atrevimiento, respeto literario (que no tiene nada que ver con preguntarse si se tiene derecho a contar la vida del otro, sino con contarla bien). Pero lo esencial de esto último es que no se enarbolan ideas preconcebidas: la vida no surge prejuzgada, sino que hay un esfuerzo por comprenderla, y ese esfuerzo implica una suspensión del juicio no relacionada con la estupidez o la incapacidad, sino con la conciencia plena de que, cuando miramos lo que tenemos delante, con lo primero que nos topamos es con nuestras propias ideas, pues interpretamos lo que vemos a través de ellas. Consciente de ello, Dinesen pone sus juicios en cuarentena, dejando a cada paso muy claro cuáles son las ideas de una europea y por qué no sirven para entender lo que ve. Memorias de África es quizá una de las narraciones más desprejuiciados, con la mirada más limpia, que he leído nunca, y el universo que recrea es vasto, complejo, rico, bellísimo en su crudeza e irreductible a cualquier maniqueísmo.

Lo que mis alumnos y yo nos preguntábamos es si sería hoy posible una obra como Memorias de África, en esta época nuestra donde el juicio va por delante de todo y se publican tantos libros con la mirada sucia, es decir, dirigida, cuajada de juicios y prejuicios que hacen que el mundo sea tan pequeño y mezquino como ellos. Novelas, cuentos o ensayos en los que el bien y el mal están tan groseramente delimitados que no hace ni siquiera falta que nos los leamos.