Cuando el lujo es quedarse
Elvira Navarro
Hasta hace poco escuchábamos con envidia a quienes habían vivido en muchos sitios distintos. El interés aumentaba si se trataba de países extranjeros. Se suponía que alguien viajado, cosmopolita, podía darnos una visión más amplia sobre las cosas que quienes se quedaban siempre en el mismo lugar.
La creencia era válida para quienes podían aprovechar las experiencias del nómada: clases acomodadas, aventureros o expatriados por voluntad propia que viajaban durante meses o años y tenían tiempo de mezclarse con los lugareños y perderse un poco a sí mismos. Que quien viajaba veía mundo era asimismo una creencia razonablemente fundada en la medida en que no había globalización y los transportes no eran rápidos ni low cost. Por poco que se estuviese fuera, llegar implicaba tiempo y no había ningún Starbucks esperando a nadie. La experiencia de sumergirse en algo distinto estaba bastante más garantizada que ahora, cuando lo de ir por la vida como una maleta se ha convertido en literal por más que viajemos cada Navidad, Semana Santa y verano. Y es que el turismo ha cambiado la experiencia del viaje. Los destinos más visitados han transformado los lugares en resorts. Hace décadas que un inglés puede pasarse tres semanas en Benalmádena sin pronunciar un solo “Buenos días” ni dejar de cenar fish and chips y salchichas.
Irse de su país es muy distinto para quien emigra por pobreza y hambre en vez de por placer y ensanchamiento de horizontes. La experiencia de abandonar tu tierra para irte a trabajar a una fábrica en Francia no parece generar relato. O más probablemente: el relato que genera es poco escuchado por no haber nada de exótico en la vida de un currito. La monotonía de una cadena de montaje y el piso pequeño en un bloque de la periferia no parecen dar mucho de sí en cuanto a atractivo se refiere. A veces incluso producen vergüenza, y las vergüenzas es mejor esconderlas.
La pobreza ha sido tradicionalmente parca en palabras por parte de sus protagonistas. Sus narradores suelen proceder de otros sitios. El pobre se hermana con el turista en su escasez narrativa. Este último agota lo que tiene que contar en la foto de lugares que no requieren explicación porque ya están contados. Todos sabemos de qué sitios se trata; hay mucha mitología, libros y películas para rellenar el silencio.
En los últimos años esto ha cambiado de forma radical. Quienes ahora emigran masivamente no sólo son los parias, sino también las clases medias educadas, leídas y empobrecidas que deambulan por ciudades cuyos nombres resuenan a gloria en nuestra imaginación (Londres, Berlín, Nueva York, París) y que en estos nuevos relatos representan la prolongación de la caída. Escuchamos a nuestros compatriotas contar su vida en pisos carísimos y miserables de inhóspitos suburbios o de centros putrefactos. Sabemos de sus sueldos escasos o de su deambular de beca en beca, sin posibilidad de arraigar en algún lugar. Muchos quieren volver y no pueden, y si alguna vez quienes nos quedamos creímos que los que se marchaban a países más prósperos tendrían una vida mejor o podrían regresar con un botín de experiencias, formación y hasta dinero, ahora hemos dejado de envidiar su vida precaria, quizás no muy distinta de la nuestra, pero más dura por suceder lejos, sin el amparo de la familia, los amigos o la propia lengua.