Desprecio

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Por desprecio social siempre imaginamos a la clase alta arrugando la nariz delante del desarrapado, a quien solo recibe en el salón cuando toca hacer caridad, o al señorito de campo obligando a correr a un empleado con la pierna rota tras las piezas de caza: un cortijero idiota y cruel que además te mata la milana como un día se le dé mal la batida, como en Los santos inocentes. Hay otro tipo de desprecio que todos conocemos, el paternalismo, retratado asimismo por Miguel Delibes en El disputado voto del señor Cayo. La novela cuenta cómo unos jóvenes militantes, urbanitas modernos, llegan a un pueblo donde sólo hay dos vecinos, y que reciben de uno de ellos, Cayo, la mayéutica que ellos pensaban que iban a hacerle al pueblerino, que se descubre como una suerte de sabio.

El disputado voto del señor Cayo tal vez llevó demasiado lejos los arquetipos y además el mundo se ha vuelto muy complejo. Aunque los políticos siguen yendo a los pueblos cuando tienen que sacarse la foto para la campaña electoral, la solidaridad y comprensión entre quienes reclaman una mayor justicia social ya no se da por hecha y el paternalismo no va hacia una sola dirección (ni el novelista puede, en consecuencia, darle fácilmente la vuelta, como hizo Delibes). Lo único que no sólo persiste, sino que además se ha extendido a todas las piezas del entramado social, es el desprecio: del rico al pobre y viceversa; también de quien milita en algún partido o es activista hacia quienes no son su tipo. Parece que ya no se quiere convencer a nadie, sino humillar.

Lo llevamos viendo desde, al menos, las protestas de los chalecos amarillos. Sus reivindicaciones eran justas (el coste del combustible, la precariedad laboral, la reintroducción del impuesto sobre las fortunas o el aumento del salario mínimo), y sin embargo muchos de los artículos que podían leerse en la prensa española ponían sobre todo el acento en quiénes eran y a quiénes votaban (básicamente: cuántos a Le Pen y cuántos a Mélechon). Dicho de otro modo: se enfatizaba lo sospechosos que resultaban muchos de ellos (nacionalistas, racistas, antisistema, etcétera) en vez de algo más serio: el desencanto de tanta gente variopinta (los chalecos los conformaban grupos de clases medias, pensionistas o banlieusards además de populistas de izquierda y derecha) porque el sistema los condena a la pobreza.  Según un estudio de OpinionWay, el 71% no le daba su confianza a ningún partido ni tendencia política. 

La incapacidad de gobiernos, instituciones, partidos y activismos varios para dar solución al creciente descontento social producido por la implacable pauperización conlleva un desprestigio de doble sentido. Unos y otros se acusan y desprecian causas que deberían unirlos. Los gobiernos minimizan las protestas diciendo que detrás de ella no hay ninguna reivindicación justa, sino los populistas de turno. Y a los militantes o simpatizantes que no ven engordar las filas de su partido, organización o lucha enseguida se les escapan las acusaciones en lugar de priorizar dónde puede darse una confluencia de intereses para unir fuerzas. Quienes protestan sólo devuelven, y con razón, desconfianza hacia quienes les desprecian.

Aunque siempre fue más fácil caricaturizar y denigrar al otro que ponerse en su lugar y atender sus razones, tal cosa resulta estúpida cuando nuestros intereses son los mismos que los de quienes se movilizan. Pero no nos queremos dar cuenta. En las últimas protestas que han tenido lugar en nuestro país, he visto con asombro, preocupación y estupor cómo gente a la que también afecta la subida de la luz y la gasolina denigraba en las redes sociales a los transportistas y a los agricultores: al parecer, todos son fachas y señoritos con millones de euros debajo de la alfombra, y los camiones, los tractores y los todoterrenos cuyos depósitos han de llenar no son sus herramientas de trabajo, sino un lujo con el que contaminan. El propio Gobierno (de izquierdas) desestimó al principio las protestas, a las que no ha tenido finalmente más remedio que atender por lo clamorosas.

¿A quién beneficia esta atomización? Creo que en la respuesta a esta pregunta sí nos pondríamos de acuerdo todos.

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