Fronteras ficticias, guerras reales
Laura Furones
Es una historia que hemos escuchado ya demasiadas veces como para no conceder la derrota incluso antes de que lleguen los primeros ataques. De un día para otro, el panadero de tu barrio, la conductora del autobús o el hijo de los vecinos pasan a ser una sola cosa: el enemigo. No has sido tú quien ha decidido que lo sean, pero tampoco puedes evitarlo. Hay que salvar la vida, la tuya y la de los tuyos, y para ello se debe elegir bando, o, al menos, se ha de consentir que el bando te elija a ti. Pero resulta que el panadero te guarda siempre una pistola que no mata a nadie. La conductora del autobús bromea con dejarte en la parada si vuelves a llegar tarde. El hijo de tus vecinos se pasa media vida en tu casa jugando con tu prole. ¿Cómo se hace para odiarlos? ¿Alguien en su sano juicio concebiría siquiera hacerlo?
Lo que parece inverosímil, sin embargo, acaba volviéndose irremediable gracias a las mayores armas de destrucción masiva conocidas: las fronteras. Esas que crean al “otro”, que corroboran si eres o no uno de los nuestros. Las que prosperan en mentes humanas asustadas, ambiciosas o enfermas. Es decir, en una u otra medida, en todas nuestras limitadas cabezas. Nadie se libra, y de ahí emana precisamente su poder. Las fronteras son una ganga para todo tipo de propósitos deshonestos, erigidas como coartadas perfectas para facilitar delirios. Defenderlas justifica los comportamientos más espeluznantes de los que somos capaces. Podría incluso afirmarse que existe una correlación perversa por la cual, cuanto menos dispuesto se está a defender una frontera (una bandera, una nacionalidad, una diferenciación del otro donde el otro siempre queda por debajo), más expuesto se está a sufrir unas consecuencias nefastas que siempre acaban llegando. Así ha sido en todas y cada una de las guerras, sin importar que hayan acontecido en el siglo XX, en la Edad Media o en los albores de la humanidad. Si como especie tenemos capacidad de aprender de nuestros errores, aquí se nos presenta, triunfante, nuestro descomunal talón de Aquiles.
En esta parte del mundo, nos hemos acostumbrado muy rápidamente a vivir en un privilegio que, por normalizado, se ha vuelto invisible: más allá de las riñas mañaneras en el coche, los whatsapps agresivos de algunos padres y madres algo alterados o la impaciencia ante alguien que nos bloquea la entrada al vagón de metro, vivimos en una situación de paz cuya solidez no deja de ser un espejismo. Damos por hecho lo que en realidad es una maravillosa excepción a la regla. Dentro de estas fronteras nuestras, tan aleatorias como las demás, podemos permitirnos vivir sin miedo a lo peor. Ahora, una vez más, llega una nueva guerra de consecuencias inciertas. Todo lo que parecía garantizado está saltando en pedazos, hoy allí y mañana aquí. Y se hace evidente que la diferencia entre “allí” y “aquí” es tan tramposa como la de “nosotros” frente a “ellos”; tanto, como la de rusos frente a ucranianos.
Nadie lo ha contado de forma más escalofriante que Stefan Zweig en El mundo de ayer, donde describe el colapso de una Austria esplendorosa ante lo que acabaría desembocando en la Segunda Guerra Mundial: “Es cosa fácil para la gente de nuestros días, que hace tiempo ha borrado de su vocabulario, como un fantasma, la palabra “seguridad”, burlarse de las ilusiones de aquella generación, idealista hasta la ceguera, que creía que el progreso técnico de la humanidad debía tener por consecuencia, necesariamente, un progreso moral no menos rápido”.
No ha llegado ese progreso moral. Seguimos peleando por fronteras ficticias y sin sentido. Esas que siempre han sido parte del problema, y nunca parte de la solución.