Un corazón demasiado grande
Elvira Navarro
“Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. Ricardo Piglia informa en sus Tesis sobre el cuento de este apunte de Anton Chéjov para ilustrar la esencia de todo relato breve: la paradoja. En “Preferiría no tener que mentir”, uno de los cuentos recogidos en la antología Un corazón demasiado grande que acaba de publicar Literatura Random House, alguien con una vida “normal”, que no ha ido al casino y ha ganado una fortuna, y que tampoco ha protagonizado ninguna otra gesta, sino que es profesora de euskera, está casada, tiene dos hijos, un marido más o menos ausente y de alcoholismo moderado, una casa, un bungalow, un Honda Civic, quizás un garaje, una depresión tras el segundo parto tratada con Prozac (con anorgasmia como efecto secundario), y que es aficionada a la lectura, cuidadosa con su alimentación, responsable con sus vástagos y atea…; en fin, una persona cualquiera, de cuya desesperación no esperaríamos decisiones dramáticas porque podríamos suponer que cambios menos drásticos, más amables, están a su alcance; una persona “normal” que no ha ganado una fortuna en ningún casino pero que sí tiene la otra fortuna, modesta, de poder romper con su marido más o menos ausente y más o menos alcohólico, pues cuenta con su propio sueldo, con una madre que sigue viva, con unos hijos a los que quiere…; digo: esa mujer decide, no obstante, suicidarse, y perdonen el spoiler.
La clase media, nosotros, como paradoja, como una contradicción en la lógica de esa palabra que tanto usamos y de la que tanto huimos, felicidad. ¿Cómo se define la clase media? ¿Acaso es la más amarga de las clases por tener la ilusión de un movimiento que nunca puede ser alegremente rotundo y kamikaze, como el de quien no tiene nada que perder, ni despreocupado, como el de quien lo tiene todo y jamás pierde nada? “He escrito estos relatos para intentar comprender qué es lo que se oculta tras lo que llamamos ‘clase media’: ¿de dónde proviene su malestar?”, dice la propia Eider Rodríguez en un hermoso texto sobre su libro que la editorial nos brindó a quienes hemos tenido la suerte de leer Un corazón demasiado grande antes de que saliera a las librerías. La respuesta es obvia, vieja, innumerables veces dada: nada debilita más que las ilusiones, que el poder de los ídolos por ser calderilla, novelas románticas en manos de Emma Bovary, y en eso puede resumirse cierta tragedia cómica quizás no sólo de la clase media, sino también, y si es que creemos en los universales, de la condición humana. En este último caso, la pregunta pertinente sería: ¿es la clase media la que se cuenta más mentiras y, al mismo tiempo, la que dispone de menos herramientas para engañarse?
Voy a hacer un poco de trampa, pues la teoría literaria es tan cierta y tan mentirosa como un universal: llega hasta donde nos permite reflexionar sobre una praxis narrativa, la tiramos a la basura cuando no nos deja. Retomo mi primer hilo y a Piglia: si pensamos en la clase media como en una paradoja, y si la forma de todo relato es la paradoja, entonces el cuento es el género ideal para retratarla. Este silogismo es falso como conclusión global, pero válido para los relatos de Eider Rodríguez, al menos hasta que no escriba una novela con el mismo objeto e idéntica maestría. Porque estos cuentos son, en su mayoría, piezas maestras, y lo digo sin exageración alguna, así que reformulo: si quieren leer relatos excepcionales sobre todos nosotros, que solemos ser clase media bien porque seguimos definiéndonos como pertenecientes a ella, bien porque hablamos de nosotros mismos como componentes echados a perder, a la baja, en Un corazón demasiado grande tienen los suficientes cuentos excepcionales como para hacer de esta antología una obra importante.
Un corazón demasiado grande recoge tanto el volumen homónimo como una selección de los mejores relatos de sus anteriores libros (Y poco después ahora, Carne y Un montón de gatos), y también puede decirse sobre él que trata de fronteras, tanto por la localización espacial de la mayoría de los cuentos, que transcurren en la frontera del País Vasco con Francia, como por el retrato de las relaciones siempre al límite, en un sentido positivo y negativo: el límite como la expresión de una potencia llevada a acto, a término, hasta sus últimas consecuencias (así las relaciones entre madres e hijas, cuyo desarrollo es como una apisonadora, al igual que la muerte de los que nunca se mueren, de los que se pasan meses y años yéndose, y en ese proceso terminan matándonos a todos), pero también el límite que se impone, que impide la acción, que reprime y la ahoga: el amor que se desea y al que se deja pasar por miedo, descreimiento e incluso pereza; la comunicación, siempre insuficiente, con los demás y con uno mismo.
Estos cuentos son chejovianos si hacemos caso a Piglia, quien en las mencionadas Tesis sobre el cuento hablaba de que todo relato cuenta dos historias, una visible y otra secreta. En el cuento clásico esta última se resuelve como sorpresa final, y en el algo menos clásico (Chéjov y la tradición que inaugura) no se resuelve nunca, y a esto es a lo que llamamos final abierto, el cual, muy a menudo, caracteriza al realismo. Pero si las historias de Rodríguez son literatura de primer nivel no es por una cuestión de forma aunque sin forma no haya hecho literario, sino por algo más que refiere a la sabiduría de todo gran narrador, aquel que procura no juzgar, sino comprender y hacernos a los demás entender lo que de otra manera condenaríamos sin remedio, estúpidamente, como hacemos todo el tiempo. Que no se pueda juzgar, o que al menos sea muy difícil (la dificultad nos obliga a ser responsables), y en cambio sí se pueda comprender, significa que se ha tenido mucho cuidado en hacer que la víctima y el verdugo sean, casi siempre, indistinguibles, pues no suele haber, en términos absolutos, inocentes y culpables, todo lo cual, en estos tiempos de uso perverso de la inocencia (a saber: inocencia que sólo aspira a señalar culpables fuera, los culpables siempre son los demás), resulta todo un alivio. Aquí se restablece el justo espejo que son los otros, nuestros iguales, con idéntica potencia para el bien y para el mal. Por lo mismo, los personajes no pretenden ser buenos ni ejemplares, aunque tampoco malos; no están ahí para caernos bien, sino para darse, para ser, luz y tiniebla: qué otra cosa es la vida.