Vacaciones

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace unas semanas volví a casa en el último Metronorte, y cuando llegué a mi pueblo noté algo de fresco por primera vez en unos días. Había empezado la ola de calor que estrena el verano, esa que torna más salvajemente inverosímil todo porque el cuerpo aún no está hecho a la abrasión, al delirio de la calima. Venía de un Madrid trastornado en el que la gente no se había ido de vacaciones, y sentí la brisa y también, conforme quienes se habían bajado conmigo se dispersaban, esa impresión de toque de queda en la que antaño se sumían las ciudades. Era falso, o más bien rutinario: en mi pueblo la gente suele estar recogida en sus casas a la una de la madrugada. Ese día, sólo en los parques se arremolinaban aún algunos padres con sus hijos, aprovechando el vientecillo, escapando quizás de unos pisos sin aire acondicionado. Pero la brusquedad del calor hacía que mi pueblo no pareciese mi pueblo, sino cualquier ciudad grande y con solera al vaciarse en aquellos veranos que duraban dos, incluso tres meses. Me refiero a cuando el país era próspero, las mujeres no se habían incorporado masivamente al mercado laboral y se tenía apartamento en la playa, chalet en la montaña o terruño con casa de adobe al que regresar.

En uno de los parques vi a un hombre corriendo de una manera peculiar. No iba con la ropa que ahora usan los disciplinados runners. El hombre vestía unos vaqueros cortos y una camiseta, tenía pinta de haber salido un momento a pasear al perro, pero en vez de eso corría arrastrando los pies y con los brazos separados ligeramente del cuerpo y muy rígidos. Como si llevara pequeñas pelotas de goma en los sobacos.

Desde que la ventana se queda abierta a la hora de dormir, mi novio y yo a veces nos desvelamos y oímos a un corredor atravesar la calzada silenciosa. Lo hace varias veces; va y viene de un lado a otro de la vía. Al principio pensamos que se trataba de un corredor profesional, de un atleta que en verano no tenía más remedio que entrenar a la luz de la luna. Pero mi pareja, en una de esas noches tropicales donde la asfixia te despierta, se asomó a la ventana cuando escuchó los pasos, y me dijo al día siguiente: “No es un corredor profesional, sino un tipo que tiene pinta de loco. Corre de una forma muy rara”.

Pensé que ese debía de ser el tipo que hacía el extraño footing con la única compañía de los murciélagos, los insomnes y los coches solitarios. Tal vez, me dije, no está loco, sino todo lo contrario. Si sólo puede trotar con los brazos en esa disposición, ¿no es mejor liberarse de las miradas de la gente? Además, en plena ola de calor, qué mejor que segregar endorfinas en el único momento en el que las calles te dejan recorrerlas, de madrugada.

El verano es la estación en la que mejor se observa, pues estamos detenidos, las ventanas se abren en cuanto refresca, la canícula desata cierta desmesura muy elocuente. Se ven los cuerpos en las piscinas y en las playas, y con cuarenta grados la ciudad tiene algo de abismo, algo que se asilvestra. Hace demasiado calor como para mantener las apariencias, está permitido volverse un poco loco, se puede dormir al raso, la urbe recuerda su condición de ingobernable e inhabitable, y relucen más los lugares que han conseguido ser hogares, los barrios que funcionan a pesar de todo.

Felices vacaciones.

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