Belleza para seguir viviendo

Laura Furones

Laura Furones

Cae la noche y llueven las bombas. Estamos en Múnich en 1942. La ciudad sufre otro asedio más, resignada ya a esta nueva normalidad instalada. Todo hay que medirlo: cada palabra, cada gesto, cada decisión. En tiempos de guerra, lo primero que se pierde es la espontaneidad de los comportamientos libres. Un mínimo exceso o un distraído defecto pueden salir caros a tantas vidas prescindibles.

Pero ahí están. Van llegando casi a ciegas, con alguna luz en la mano quienes la tienen, a tientas quienes no. Una silenciosa peregrinación se aventura, discreta y certera, hacia un destino definido: la Staatsoper. No son locos, ni tampoco desnortados. Saben perfectamente a dónde van. Esa noche se estrena la que será la última ópera de Richard Strauss, Capriccio, una obra que se vuelve sobre sí misma para hablar de eso mismo, de ópera. Situada en un salón elegante que no puede sin embargo disimular del todo una cierta decadencia, la trama se centra en las tribulaciones de una condesa enamorada a la vez de un músico y de un poeta. Música y texto: los eternos rivales en la ópera. La pregunta que se plantea es, ¿se puede elegir? Y, ya puestos, ¿se debe?

Mucho se ha escrito sobre qué pintaba un ejercicio tan aparentemente frívolo en un mundo que se desmoronaba. Lo lógico hubiera sido que el arte reflejase la realidad, sobre todo porque el implacable Joseph Goebbels había sido muy explícito a la hora de exigir a los artistas que quisieran seguir ejerciendo que contribuyeran a la causa nazi a través de sus obras. Se esperaban así mensajes patrióticos, de esos que despiertan los sentimientos más encendidos y arrojan a la gente a un espejismo detrás del cual solo hay muerte.

Pero no hay atisbo de esto en Capriccio. La razón podría buscarse, entre otras cosas, en el hecho de que Strauss comprendió que había una necesidad aún más grande que enaltecer los corazones. Si miramos un poco más allá de la literalidad de la ópera, se deja entrever un mensaje infinitamente más universal. Sí, Capriccio habla del arte, y por tanto de la belleza. Pero no se trata de esa belleza superflua y banal que nos rodea en la sociedad del consumo compulsivo, sino de la que nos alienta a seguir viviendo hasta en las circunstancias más adversas. El libreto de la ópera de Strauss, cuyo germen se encuentra en una idea nada menos que de Stefan Zweig, esconde en realidad un bálsamo para una población emocionalmente desgarrada por el conflicto bélico. Bajo esta luz, optar entre música o poesía aparece como una cuestión vital, y el conflicto en el que se ve inmersa la condesa, como una elección que nos debería resonar como propia. ¿Qué tipo de belleza queremos en nuestras vidas? ¿Hay categorías mutuamente excluyentes o podemos aspirar a ella en todas sus dimensiones? En todo caso, si algo queda claro es que la belleza es, entre otras muchas cosas, una fuente de esperanza. Solo así se explica que el público arriesgase su vida para contemplarla.

Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.

‘Capriccio’ se representa en el Teatro Real desde el 27 de mayo hasta el 14 de junio.

 

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