Merecimientos
Elvira Navarro
Estuve el otro día en la Feria del Libro de Málaga para presentar mi último libro. Había no pocos espontáneos en el público, y puesto que mi presentador habló de paisajes urbanos y de Madrid, eso dio pie a que un hombre alzara la mano y me dijera que él se había sentido mucho más solo en Madrid que en Málaga, y que además había notado mucha más apatía en la capital. No le pregunté de dónde era, aunque por su acento me pareció venezolano. Le pedí que me aclarase lo de la apatía, y él entonces me expuso un caso: unos chavales le habían dado una paliza a un muchacho en un tren de cercanías, y nadie en el vagón había intervenido, ni siquiera para llamar a la policía o a un segurata.
La anécdota me hizo reflexionar sobre la fama, merecida o no, de los lugares, y quiénes le dan (o pueden darle) legitimidad.
A Madrid siempre le ha acompañado lo de ser una ciudad acogedora, al menos entre los que veníamos de fuera. Yo contaba, además, con el testimonio de mi padre, que llegó a la capital siendo muy niño. Él me asegura que en Madrid sufrieron menos que en la provincia, donde eran continuamente señalados por una circunstancia que no viene al caso relatar. Aunque mi padre tuvo que trabajar duro desde los quince años, guarda del Madrid de los cincuenta y principios de los sesenta un recuerdo grato, y aquí me pregunto qué va antes, si el huevo o la gallina: quizás es su infancia y adolescencia lo que él añora a través de aquella ciudad. Llevo la pregunta más allá de mi historia familiar: la fama de acogedora y abierta de la ciudad, ¿existía antes de la emigración de los años cincuenta, o bien las gentes que vinieron, a fuerza de alzar sus chabolas y de generar unas circunstancias que obligaron a que se les construyeran barrios, fueron quienes crearon una ciudad hospitalaria con el forastero? En aquellas noches donde los que llegaban de Andalucía o Extremadura tenían que construir sus chamizos, pues si los habían terminado antes del amanecer ya no se los podían echar abajo, ¿se sentían acogidos? ¿Cuántos años, o generaciones, hicieron falta para que esa vivencia hostil de llegar a un lugar donde no se tenía nada se convirtiera en un hogar y la memoria se modificara? Por cierto, hay un documental hermosísimo de Juan Vicente Córdoba llamado Flores de luna (así tildaban a las chabolas construidas por la noche) donde se cuenta la historia del Pozo del Tío Raimundo.
Tras el hombre que tomó la palabra en la Feria del Libro de Málaga habló una chica colombiana. Fue para decir no sólo se pasaban penas en Madrid. Ella vivía en la costa, trabajaba en un hotel y sufría un racismo atroz. La acusaban de quitarles el trabajo a los españoles, de enriquecerse a nuestra costa y demás sandeces que hacen las delicias de los partidos de ultraderecha. Hablé luego con ella a solas: me dijo que no tenía un coche caro, ni ropa de marca, ni un gran piso. Como si necesitara justificarse. “Y si tuvieras todo eso, ¿qué?”, le respondí. “Estás en tu derecho de trabajar y de hacer con tu dinero lo que te plazca, no tienes que pedir permiso ni perdón”.
¿Cuánto durará la fama de que Madrid es una ciudad acogedora, o de que en el sur las condiciones son más amables para vivir? Nuestros abuelos armaron un relato, nosotros lo continuamos, y los que llegan ahora a nuestra tierra, cuyos hijos serán padres de nuestros nietos, tendrán otro. Nuestra buena o mala fama seguramente dependerá de ellos, pues tienen una historia menos apática y acomodada que la nuestra para contar. Salir adelante cuando las condiciones son adversas tiene más épica, y quizás incluso más verdad, y la fama que nos den será merecida. Ojalá que el Madrid abierto y el sur amable no se conviertan en los paraísos de la desigualdad, el racismo y la apatía.