Esclavos
Elvira Navarro
En El padre de Blancanieves, novela que Belén Gopegui publicó en 2007, un repartidor estropea una compra. La destinataria, que se llama Manuela y es la protagonista del libro, protesta en el supermercado y el hombre es despedido. Esto desencadena una crisis ética, valga decir, de concienciación política, en Manuela.
Llevo meses acordándome del arranque de la novela de Gopegui porque me contaron que un repartidor de Amazon llegó a un acuerdo con un cliente a quien no había podido entregar un paquete por encontrarse ausente. Quedó con él a última hora ya no solo de la tarde, sino también de su turno. Los repartidores están controlados por unas app siniestras, que al parecer no sólo marcan la ruta por la que deben ir, sino también en qué orden han de entregarse los paquetes. Este trabajador, puesto que el cliente había insistido, su casa le pillaba de paso y aún tenía algo de tiempo, decidió saltarse la obediencia a la app, a su conversión a robot, y entregar el paquete. A falta de un minuto de que la aplicación maldita le obligara a volver a ser un autómata, el hombre llamaba al timbre y entregaba el paquete, y al ir a marcar la entrega en la app tuvo un fallo. Y game over: el programa le prohibía entregar el paquete porque se había pasado, por unos segundos, de la hora.
La situación era absurda. La cajita con la sonrisita estaba en manos del cliente, y no tenía sentido volver a llevarse el paquete sólo porque una app (por un mecanismo para controlar al trabajador colindante no sólo con el esclavismo, sino también con la estupidez) lo dictara. El hombre se rebeló porque juzgó indigno para él como trabajador, y también para el cliente, obedecer lo arbitrario de ese control (arbitrariedad y control son conceptos que cabría suponer alejados, y sin embargo coinciden siempre cuando el poder es despótico). Entregó, pues, el paquete.
Enseguida el cliente se sintió responsable. No ignoraba las condiciones denigrantes de los trabajadores de Amazon, y llamó a la compañía para decir que era él quien se había empeñado en que el hombre le trajera el pedido y que este señor le había hecho un favor. En Amazon le dijeron que el trabajador no había actuado bien y que tendría que atenerse a las consecuencias. ¿Qué consecuencias eran esas? No quisieron aclarárselo. A Amazon debe de gustarle dar miedo también a sus usuarios. El esplendor tiene que ir de la mano del temor, aun a costa de dejar una impresión pésima en el cliente, a quien se le quitaron las ganas de volver a comprar por esta vía. Como Manuela en El padre de Blancanieves, de súbito ese saber mortecino y blando que todos compartimos, y que nos permite adquirir pantalones y etcétera obviando el que hayan sido fabricados en China en régimen de esclavismo, se convirtió en una experiencia lo suficientemente vergonzosa como para prescindir de Amazon y no participar de un entramado que debe su omnipotencia a unas prácticas miserables.