Sota

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Desde que tengo un gato no soporto el maltrato a los animales. No es que antes lo llevara bien; sin embargo, sentía al respecto lo mismo que ante las noticias de hambrunas, catástrofes o guerras en países lo suficientemente desconocidos: decoración lejana, como decía Pessoa en el Libro del desasosiego. Una leve indignación, un comentario adecuado sobre los males del mundo si el decoro lo precisaba. Creía en lo que decía, pero no dejaba de masticar.

La imaginación sólo se hace cargo de la magnitud de una tragedia a través del caso particular. Mejor una foto de una niña a punto de morir desnutrida, y a la que ya acecha un buitre, que una cifra. Siempre dio igual que en esa imagen tomada por Kevin Carter no hubiera una niña, sino un niño al que ningún buitre se iba a comer, y al que además ya habían socorrido. La verdad de esa fotografía es que encarnó la tragedia como una buena historia de ficción, que es siempre verdad aunque sea mentira.

Venía yo a decir que desde que tengo un gato no puedo tragarme la tortilla si me plantan ante una noticia de maltrato animal. No digo nada, o a veces digo algo, pero dejo de comer, porque mi imaginación me lleva a mi gato, a su fidelidad y su inocencia a ultranza, y siento que lo que le han hecho a ese bichito se lo han infligido también a mi amadísimo felino, aunque tal cosa sea falsa. Pero es que así funciona mi imaginación. Quiero decir: así es como construyo mi realidad.

Por tanto, cuando vi a la perrita Sota desangrarse en la acera por obra y gracia de un agente de la Guardia Urbana de Barcelona (pueden leer aquí el triste suceso), sentí un dolor y un cabreo que me duraron unos cuantos días, y odié al tipo que la mató. Podía entender que aquel hombre había actuado en legítima defensa, tal y como sostiene. Yo misma, si viniera un can de esas dimensiones y me asustara lo suficiente, a lo mejor también apretaría el gatillo. Y sin embargo. Ay, qué caras nos salen las emociones.

Ser juez y parte, aunque sólo sea mediante la imaginación, nubla el juicio incluso cuando se está informado.

Tuve que viajar a Barcelona, y quiso la casualidad que me alojara justo en el hotel frente al cual tuvo lugar el incidente.  Pude comprobar que Sota había cobrado una magnitud descomunal. Un altar de velas, fotos de la perra y mensajes contra la Guardia Urbana dificultaba la entrada al parking. Cuando fuimos a avisar en recepción de lo difícil que era entrar en el garaje, el recepcionista nos contó que les habían acusado de llamar a la Guardia, y de que, a pesar  de que no habían sido ellos quienes alertaron a los polis, los indignados por la muerte de Sota no les habían creído. “Nos montaron aquí una manifestación, nos llamaron y nos tiraron de todo”, me dijo el recepcionista, “pero no fuimos nosotros los que dimos el aviso”. No se atrevían a retirar el altar que taponaba la entrada el parking para no sufrir  otro ataque  de insultos y huevos.

Me pareció que el recepcionista decía la verdad. ¿Qué necesidad tenía, si no, de contarnos todo aquello? Pero mi creencia no valía nada, como tampoco había valido que él dijera que en el hotel nadie había llamado a la Guardia Urbana, ni el argumento de legítima defensa de quien le dio muerte a la perra, ni que el dueño del animalito declarase que éste no quería atacar, sino jugar. No estoy queriendo dar a entender que no haya una verdad, pero sí que ésta nos da igual a quienes vemos el asunto desde fuera y decidimos de antemano, arrimando el ascua a nuestra sardina, sin tener elementos suficientes para emitir un juicio. Y sin querer tenerlos.

Retiraron el altar a Sota de noche, cuando se disipó el peligro de que se montara otro pollo. Al día siguiente, por la mañana, alguien había dejado en la puerta del hotel un paquete de salchichas de Frankfurt con el nombre de Sota escribo con rotulador y unas cuantas velas rojas. Era un homenaje precioso y de locos.

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