Contra la peatonalización
Elvira Navarro
La peatonalización parece una solución ideal al problema de los coches y de la saturación en las ciudades, y quizás lo sería si las autoridades protegieran al pequeño comercio, si tomaran medidas para que una zona peatonalizada no significara la subida astronómica de los alquileres de los locales comerciales (que sólo pueden pagar las franquicias) y de los pisos de las zonas afectadas, perfectos candidatos para pasar a ser apartamos turísticos.
La realidad lo certifica: zona que se peatonaliza, zona que se convierte, ipso facto, en un centro comercial al aire libre en vez de en ese idílico espacio público donde los vecinos pueden sentarse tranquilamente en un banco, con sus niños jugando sin el peligro de que les atropelle un coche, con sus comercios de toda la vida (que son ya una especie exótica en las ciudades grandes, o no tan grandes pero sí turistizadas), y con bares donde tomarse un café o una caña a un precio decente. Echen un vistazo a cualquier calle céntrica que sea peatonal: el tránsito de compradores es continuo, como en los pasillos de los aeropuertos y de los centros comerciales; a veces ni siquiera hay bancos para evitar que la gente se pare; los árboles suelen ser raquíticos para no tapar la vista de la calle y de los escaparates, cosa que, sin dejar de ser sensata, también es a menudo inhumana en un país como éste, donde el sol cae con la justicia implacable del Dios del Antiguo Testamento (a veces ni siquiera hay árboles, y sobre las calles se ponen lonas en los meses de verano para que hagan sombra, dando lugar, junto con la calentura que expelen las máquinas de aire acondicionado, a un cocedero). Sigo: las cafeterías y restaurantes que no han fenecido, lo han logrado a costa de cobrarte un riñón por un café, o de haberse aprovechado del desconocimiento de los guiris sobre la gastronomía local, a los que se les cuelan engendros a los que llaman patatas bravas cuya salsa es una mezcla de mayonesa y kétchup (por supuesto, en estos sitios las patatas son congeladas y están fritas inadecuadamente), o esa cosa infame de Paellador, donde a la paella valenciana le añaden pimiento y le quitan el conejo, entre otras máculas. En las franquicias cruzas los dedos para que el mal pagado trabajador te atienda con una sonrisa cuando pides el Chai Latte, y para encontrar una mesa no demasiado sucia (no se contrata personal suficiente para que las mesas se limpien a tiempo). No hay vecinos, sino hordas de gente de un sitio para otro, y cuando llega la noche y las tiendas cierran, parece que haya tenido lugar una catástrofe, pues no queda un alma. Sólo basura. Para más inri, que todas las ciudades luzcan en sus calles principales los mismos comercios hace que todo sea desoladoramente idéntico.
¿Por qué entonces esta fiebre por peatonalizar, de la que participan ya no sólo, y como es lógico, quienes van a sacar tajada de la conversión de la calle en un centro comercial, sino también, y contra toda lógica, quienes quieren “salvar” la ciudad, valga decir, las calles tal y como las conocíamos hasta hace poco, que en efecto eran un espacio público que incluía, como condición necesaria, un tipo de comercio que “vivía” la calle y el barrio, pues las tiendas solían ser negocios familiares, donde se tejían relaciones de cierta confianza y largo aliento (años tras año nos atendían las mismas personas tras los mostradores y las barras)? ¿Por qué la fijación con ciertas ideas bienintencionadas cuando los hechos nos muestran su fracaso?