Recuerdos Falsos
Elvira Navarro
Recuerdo todas las veces que añoré un Turia desbocado en el antiguo cauce a su paso por Valencia, un Turia profundamente gris y violento y bello, y si pienso en él ahora, aún soy capaz de oler el agua tumultuosa y la lluvia torrencial, una lluvia como me parece que ya no queda sobre la faz de la Tierra, así de contundente es la imagen que guardo en la memoria, y que relaté por doquier cada vez que alguien me preguntaba que cuándo me había ido a vivir a Valencia. “Pues mira, me fui a los cinco años, cuando todavía no habían desviado el cauce del río”. Eso o algo similar he contestado muchas veces hasta que en 2006, corrigiendo mi primer libro, me dio por verificar el dato. Había trasplantado este recuerdo a la protagonista de los cuentos, y por primera vez dudé de esa remembranza poderosísima. Tuve razón al hacerlo: el cauce había sido desviado muchos años antes de mi nacimiento, y lo que yo guardaba en mi archivo neuronal era un invento, un recuerdo falso, que no obstante daba la medida, aún la da, de mi primera sensación de aquella ciudad, o de lo que ahora creo que fue esa primera sensación. En ese sentido, mi recuerdo sigue siendo cierto, aunque la imagen jamás existiera, o perteneciese a cualquier otro río, y aunque tampoco fueran aquellas mis impresiones inaugurales de la ciudad amada.
Recuerdo otra localidad, esta vez de La Mancha, cruzada por una carretera nacional, de unos colores delirantes, extrañamente azules en mitad de la llanura seca, como si reflejaran un cielo que no es el de esa claridad infinita y ascética de la meseta, sino el de la costa, húmedo, denso. Parecía que en las casas de ese lugar destellara un mar añil. Luego estuve unos cuantos años atenta a ver de nuevo aquel pueblo cada vez que atravesaba La Mancha en el coche con mi padres, lo que ocurría con frecuencia, pues pasaba todas mis vacaciones en el sur. Llegué a estar convencida de que nunca veía aquel pueblo porque me distraía o me dormía o porque, a fuerza de mirar por la ventanilla, había dejado de distinguir las singularidades del paisaje, convertido en una monótona sucesión. Hasta que un día soñé con ese pueblo, con su mismo azul psicodélico, y entonces me di cuenta de que siempre había sido un escenario onírico.
El diario El País se hacía eco el otro día de un estudio publicado en Psychological Science donde se concluía que el 40% de los recuerdos de infancia son inventados. La ciencia a veces no parece estar por delante, sino por detrás de lo que sabemos, pero incluso así siempre es pertinente pertrecharse tras un “científicamente comprobado”. Las conclusiones del estudio son la mar de interesantes porque confirman lo que cualquiera observa en los demás y en sí mismo, y también lo que han tematizado, siglos ha, disciplinas como la literatura: que nos construimos una identidad a medida, una identidad que encaja ya no sólo con lo que, conscientemente o no, es nuestra voluntad, sino también con la de nuestra familia y círculo social, e incluso con nuestros patrones culturales (“Entre los europeos o norteamericanos, por ejemplo, las personas se suelen recordar a sí mismas con más frecuencia como participantes activos en sus primeras memorias mientras los asiáticos o las personas de oriente medio se sitúan habitualmente como observadores”, se dice en el artículo). Y es que, como apuntaba más arriba, a veces en las invenciones subyace una verdad mayor que la que arrojan los hechos.