Seguimos siendo de misa diaria (y por ello la filosofía no le importa a nadie)
Elvira Navarro
Leí el otro día en Jot Down una entrevista a James Ellroy, el autor de Mis rincones oscuros, una novela muy recomendable que recoge la investigación que él mismo hizo sobre el asesinato de su madre. En la entrevista, el escritor estadounidense afirma sobre los españoles lo siguiente: “Como si os resultara insoportable que gente cuyo trabajo os gusta tuviera una opiniones políticas tan contrarias”. Cuenta al respecto esta anécdota: “Recuerdo que una vez, en una entrevista en una radio en Barcelona, le dije al presentador que apoyaba la pena de muerte, y él se quedó tan congelado… Todo el asunto de la entrevista se redujo a eso: ¡Ellroy apoya la pena de muerte! Malo, malo, malo”.
Los españoles no sólo tenemos los oídos bien abiertos a lo que dicen los extranjeros (explicable por el complejo de inferioridad), sino que somos más tolerantes con ellos (Ellroy ignora que tuvo suerte, ¡la que le habría caído con esa declaración si fuera español!). Aunque ambas cosas son interdependientes, no me interesa tratar aquí la primera, sino la segunda por resultar sintomática de lo poco que nos permitimos decir, a pesar de lo mucho que hablamos. Pensarán que de opiniones estamos bien servidos e incluso ahítos, y tienen razón; sin embargo, que todo el mundo opine a todas horas y en todas partes no garantiza la calidad del ejercicio. Si bien el griterío es generalizado, en verdad hay muy pocas opiniones. Casi todas son previsibles, no añaden nada, no tienen ningún efecto salvo manifestar la adhesión a tal o cual causa, que además sirve para ratificar (y a su vez ser ratificado en) la pertenencia más o menos fervorosa a X o Y rebaño: lo que viene siendo la identidad.
Para que se pueda opinar sin que la palabra pase sin pena ni gloria, son deseables dos condiciones: la libertad de poder decir cualquier cosa por más escandalosa que resulte en un determinado contexto (y que Ellroy se concedió a pesar de ser esto España, donde a los escritores se les pide un certificado de santidad), y que las opiniones hayan sido convenientemente meditadas, que estén bien fundadas, para lo cual se precisan conocimientos y, si me apuran, algo más: la sospecha hacia esos conocimientos.
La disidencia siempre ha sido incómoda. No nos gusta que no nos quieran. A eso hay que añadirle nuestra afición por el dogma, fruto de siglos de catolicismo, y que aniquila la comprensión de lo que es el pensamiento crítico. Ser de izquierdas o de derechas, o feminista, ¡o madre! significa en nuestro terruño acatar los gustos y posiciones mayoritarias. Hay que comprar el pack ideológico entero para no resultar sospechoso. Incluso se puede ser un intelectual sin haberse salido nunca del plato, del aplauso de los fieles: basta con ir convenientemente armado de teoría y lecturas de la propia cuerda, y por tanto no destinadas también a la autocrítica, sino, y con suerte, a la crítica más o menos inteligente de las posiciones contrarias, y con menos suerte, a la justificación, valga decir, a la teología. Seguimos yendo gustosamente a misa sin necesidad de pisar la iglesia, e incluso hay quienes pasan lista para excomulgar a los que no asisten al sermón.
Sin duda, la (mala) educación tiene mucho que ver en esto. Por eso estimo catastrófico que se haya prácticamente expulsado a la Filosofía del Bachillerato. La Filosofía nos enseña a ser un poco menos bobos. Es una disciplina capaz de sacarnos de Matrix al mostrar que vivimos en un paradigma, que la realidad no es tan real porque la manera de percibirla e interpretarla pasa por una ideología y una cultura, que incluso lo que se nos presenta como conocimiento no se desliga de sus propias condiciones de posibilidad, de una cosmovisión. Es, en fin, casi la única herramienta para abrir una grieta en los dogmas, tan confortables para las identidades individuales y colectivas y tan rentables para el sistema, y que quiebra de manera permanente la verosimilitud de lo real, de nuestras creencias, lo cual resulta necesario ya no solo para pensar el mundo de otro modo, sino también para no aferrarnos a ningún totalitarismo y para dialogar con las posiciones estigmatizadas. Todo ello es imprescindible para mejorar la formación y el comportamiento de las personas y de los grupos sociales, y se llama civilizar.