Palabras prohibidas

Elvira Navarro

Elvira Navarro

En todas las sociedades hay un discurso dominante sobre el que planea una credibilidad a menudo acrítica. Cada cultura y tiempo histórico tiene sus mantras y dogmas, su pensamiento único, que sirve tanto para reforzar la estructura como para enmascarar o tapar lo que no funciona. En las democracias occidentales, lo woke forma hoy parte de la propaganda de ciertos poderes para reforzar algunos valores de izquierdas y, al mismo tiempo, actuar como velo tupidísimo con el que tapar el descalabro de los mismos en el plano de lo real. Basta ver cómo se insiste en la igualdad mientras caminamos a toda velocidad hacia la desigualdad económica, que es la madre de todas las desigualdades.

Los relatos son muy importantes cuando las cosas no van bien porque sirven para justificar lo que no funciona, para esconderlo o para creer que se gana algo si un relato impugna a otros. Ocurre también lo contrario: cuando las cosas funcionan, los relatos dan un poco igual, pues no suponen una amenaza. Tampoco han de maquillar nada ni servir de remedio paliativo.

Antes escuchaba muy a menudo que, en democracia, la palabra no importa y que por eso hay libertad de expresión. Da igual lo que se diga porque ningún cuestionamiento conlleva peligro y las opiniones valen todas lo mismo (me resultaba por cierto paradójico que, en el reino de la palabra, no se la imbuyera de tanta importancia). Sin embargo, desde hace un tiempo también hay palabras prohibidas en las democracias. Ese tiempo está coincidiendo con su declive: a medida que democracia y estado de bienestar se deterioran, los relatos engordan, los posicionamientos se exacerban y la sociedad se vuelve tribal. Ha empezado a importar mucho lo que se dice, aunque no porque se piense demasiado en ello, sino porque se ha tornado imperativo pronunciar las palabras que te identifican con tu tribu.

La autora rumana Ana Blandiana, que padeció la censura de Nicolae Ceauçescu, ha afirmado en no pocas de sus entrevistas e intervenciones públicas que la corrección política es más peligrosa que la censura, pues esta última viene de factores externos contra los que resulta fácil luchar, mientras que la primera es una censura autoimpuesta, asumida. Una sumisión aceptada. Por otra parte, la importancia que se le da a la corrección política hace que algo tan inocuo y a menudo infantil como ser incorrecto parezca todo un acto de resistencia y valentía.

Corrección e incorrección entran en el juego de encubrir el funcionamiento de la realidad porque entorpecen el pensamiento. Desde la corrección política no se puede indagar con libertad sobre lo que es correcto, pues este viene dado de antemano. Ponerlo en duda te vuelve moralmente sospechoso. Por su parte, la incorrección no es más que una reacción, una pataleta que mayormente solo señala la estupidez encerrada en lo que la suscita.  Este tira y afloja no alumbra nada, salvo las posiciones de unos y otros.

 

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