Nadie nos arrebata nada

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace poco alguien me pidió consejo sobre si debía publicar en una editorial de autoedición encubierta. Para quien no lo sepa, la autoedición encubierta consiste en obligar al autor a vender sus propios libros, de tal modo que la supuesta editorial no sólo no pone ningún dinero, sino que se lo saca al incauto aspirante a escritor. Si éste no logra vender los ejemplares (suelen ser tiradas de 100 ejemplares), los ha de comprar él mismo.

Los argumentos que usan tales "editoriales" se alimentan de la creencia, bastante extendida, de que no estamos en el lugar que merecemos por no tener los contactos o el dinero adecuados, pues es muy consolador creer que los demás impiden que nuestro talento brille. Eso nos exime de asumir que no lo tenemos, o que nuestro libro es malo y no estamos dispuestos a trabajarlo arduamente para que deje de serlo.

La supuesta editorial por la que me consultó esta persona se presentaba como víctima de los poderes malignos del mercado, es decir, usando un argumento verosímil para crear la estafa. Venía a decir algo así como que los grandes grupos editoriales lo tenían copado todo y que eso impedía que ellos pudieran sacar a la luz a nuevos autores; ahora bien, si esos nuevos autores colaboraban económicamente con la edición, entonces ellos podrían presentarles (¡descubrirles!) al mundo como escritores. Obviamente, estas "editoriales" tampoco mueven un dedo por llevar el libro a librerías o por que la prensa le haga un poco de caso al autor, el cual acaba pagando por una edición horrenda y chapucera.

Algunos de los incautos que han caído en estos timos se justifican arguyendo auténticas sandeces. La más extrema de todas las que he escuchado me la soltó un hombre que había publicado varios libros con un estafador que le había asegurado que Pérez Reverte pagaba a Alfaguara para que le publicara y le hiciera campañas de publicidad. Este sujeto creía firmemente que el mercado estaba lleno de gente millonaria que se costeaba su propio libro y promoción. Como él no era millonario, sino que solo tenía para pagarse su lugar en aquella "editorial", pues nadie le conocía, ni estaba en librerías. Todo eso le permitía seguir pensando sobre sí mismo que era un Kafka no descubierto por nadie.

Lo que somos capaces de tragarnos con tal de no asumir que no valemos o, más comúnmente, que no estamos dispuestos a esforzarnos para hacer algo meritorio roza el delirio. Y está por todas partes, no solo en el mundo literario o artístico. Pensamos que los demás ocupan lugares relevantes debido a oscuros tejemanejes. Ser amigo o familiar de X, ir a las fiestas adecuadas y "saber moverse", ser guapo o guapa, lameculos o un vendido: cada cual pone aquí lo que más le consuela para explicarse por qué él no está en ese lugar codiciado. Y cuanto más pequeño y miserable es nuestro circuito (cuanto menor es el poder por repartir), más nos agarramos a la mezquindad de pensar que los demás no merecen el reconocimiento que han obtenido.

No digo que todas esas cosas que he mencionado antes no tengan influencia pero, al menos desde mi experiencia, es bastante menor de lo que se cree. He sido editora, jurado de bastantes premios y trabajo como profesora de escritura creativa y tutorizando proyectos narrativos. Considero que estoy al tanto de lo que escribe mucha gente desconocida y puedo asegurar que hay más justicia que injusticia en todos los procesos de selección. Incluso en algunos premios donde las editoriales presentan a sus candidatos, estos suelen ser mejores (según el criterio del premio, que puede ser comercial o literario) que casi todo lo que llega anónimamente. Además, si entre esto último hay algo de valor, no es improbable que los editores consideren su publicación. 

Si mi experiencia y argumentos no les resultan convincentes, les invito a observar la realidad. Por ir a dos casos recientes de éxito de público y crítica sin ningún chanchullo de por medio: Irene Vallejo, aunque publicada, era desconocida antes de El infinito en un junco, y Ana Iris Simón lo ha petado con su primer libro, Feria. Ambos fenómenos han sido imprevisibles, y ni la mejor campaña de publicidad de ningún gran grupo habría conseguido lo logrado por el boca a boca de miles de lectores entusiastas. Habrá quienes, incluso así, se sigan consolando con el argumento de que esos libros carecen por completo de valor y que lo único que ocurre es que la gente no sabe leer. Sin embargo, la única razón de fondo de quienes se escudan en la ignorancia ajena, a veces con argumentos muy esforzados y sesudos, es que no les leen a ellos. Y no porque sean Kafka, Joyce o Peter Handke y en efecto pongan en jaque convenciones e impliquen un nivel de lectura capaz de apreciar y calibrar lo complejo, sino porque sus libros son mediocres. 

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