Las herencias

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Si hace unos días, antes de la muerte de Almudena Grandes, alguien me hubiera dicho que me iba a pasar las noches escuchando su voz antes de dormirme como si fuera una nana, le habría mirado como si estuviese loco. Sin embargo eso hago: busco en Youtube entrevistas suyas, charlas, sus intervenciones en festivales, y la escucho un rato, tratando de calibrar quién era y de qué manera nos acompañó tanto a todos, incluso a quienes, como yo, hace tiempo que dejamos de leerla y nunca la leímos demasiado bien —tampoco soy capaz de querer a Galdós como se merece—.

En España siempre hay revuelo en torno a Galdós: para unos refleja como nadie el país y reivindican su estilo cercano, para otros se trata de una rémora por su simplicidad, asumida como ramplonería, y su convencionalismo formal. Este revuelo lo heredó Grandes junto con el magisterio de su maestro. A ambos se les ha denostado tanto como ensalzado; señal, por cierto, de que hay algo muy vivo aún en esa manera de contar historias.

En la literatura también existen trincheras, a menudo tontas, porque uno no elige el tipo de escritor que es. No hay una poética por voluntad propia, sino una posterior elaboración (a menudo justificativa y despreciativa de las otras: ¡no saben hacer novelas y los lectores se equivocan!). Además, militar en una estética es limitar la visión: un experimentalista puede llegar adonde no lo hace un naturalista y viceversa. Por no hablar de que el mundo tiene tantas lecturas que reducirlas a una sola forma o negarse a entender por qué una manera de contar subyuga a tantos lectores (o al contrario: por qué resulta difícil y sin embargo merece la pena) es pueril.

En realidad, miento un poco cuando digo que no leí bien a Almudena Grandes: Las edades de Lulú la devoré durante la adolescencia, ese periodo en el que los libros nos marcan a fuego, cuando lo que cae en nuestras manos se asimila como rito iniciático: ya sólo por eso mi agradecimiento es eterno. Sin embargo luego ya no pude seguirla.

Reconozco que me escuece. No suelo fustigarme cuando no logro entrar en algún clásico o contemporáneo sobre el que hay consenso crítico. Pero con Galdós, el clásico, y con Almudena Grandes, la contemporánea que fue ganándose también a la crítica (porque al público siempre lo tuvo), sí me he fustigado. Soy española y no se me escapa el peso de ambos en nuestro país. Un peso a muchos niveles, pero especialmente a la hora de entender su sentimentalidad. Los artículos que de tanto en tanto salen contra la estética galdosiana en realidad sólo confirman su vigencia, y también que es imposible salirse de las propias herencias: el rechazo es una forma de asunción, aunque en negativo. Lo que hay detrás no es algo meramente literario (nada es, en literatura, solo literario). Y desde los tiempos de Edipo rey sabemos que lo que negamos o simplemente no vemos nos constituye quizás de manera más decisiva que lo que creemos ser o ver.  

Y en fin, y aunque sea un poco raro, esto que he escrito es un homenaje a alguien que primero fue importante para mí como escritora y luego como referente público. De un modo u otro, nunca dejé de admirarla. En sus artículos y charlas siempre fue pertinente y rigurosa. Y además manifestaba cercanía, buen humor, comprensión y respeto hacia todos, que es algo que en esta sociedad empieza a faltar de manera clamorosa. Ha sido emocionante ver cómo la despedían con admiración y verdadero cariño no sólo quienes estaban literaria o políticamente cerca de ella, sino también los que no.

Cuando alguien ha sido importante de verdad, su estela alumbra lo bueno que aún somos. La muerte de Almudena Grandes nos recuerda que nuestra sociedad está dispuesta a dialogar, a reconocer al otro más allá de la cortedad de miras y la pequeñez de espíritu de los políticos que le han negado su nombramiento como Hija Predilecta de Madrid, una ciudad que ella quiso tanto, y que tanto le debe.

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