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Elvira Navarro

Elvira Navarro

Cuando los centros de las ciudades no estaban gentrificados, es decir, cuando eran barrios de verdad, con todo lo que la palabra ‘barrio’ connota (pequeño comercio, vecinos que se conocen, las terrazas de los bares con familias que viven cerca y cuyos hijos juegan a la vera, los adolescentes en los escalones  de algún portal, las ancianas sentadas todas las tardes en el mismo banco  a tomar el fresco…); decía: cuando los centros de las ciudades no estaban gentrificados y aún podía saborearse el barrio, lo que degustábamos era un rumor de vida compartida y acogedora. La calle se convertía un poco en una extensión del hogar. Conocíamos sus ritmos. En verano salían por las ventanas abiertas los olores a tortilla de patata y pescado frito de las cenas junto con la voz del presentador del telediario; en invierno, la luz procedente de la mercería donde comprábamos calcetines, proyectada sobre la oscuridad de las siete de la tarde, daba calor a la noche fría. Te podía gustar o no, pero era la vida de todos nosotros en la ciudad. Y había mucho material por explorar de una misma a través de la observación de ese otro conocido, casi familiar en la medida en que lo veías a menudo. La niña podía contemplar en las ancianas que siempre tomaban el fresco en el  mismo banco el reflejo de su propia vejez.  En las ocupaciones de los mayores fantaseábamos con las nuestras. No estoy diciendo que los centros gentrificados no ofrezcan esto, pero sí lo ponen más difícil, pues todo se focaliza en comprar. Sólo hay cosas, escaparates. Los turistas son seres de paso. Y para la contemplación se requiere de cierta quietud.

He vivido en muchos barrios. Pueblo Nuevo es uno de los que recuerdo más gratamente, pues estaba muy vivo. Antes de mudarme allí, hubo quien me dijo que la zona no le gustaba porque se había llenado de panchitos, expresión racista que me sorprendió escuchar (quien la profirió se jactaba de ser de izquierdas y cosmopolita). No era la primera vez que yo observaba una actitud racista en alguien de quien cabía esperar otra cosa. Pero ni siquiera hace falta usar un término despectivo. Demasiado a menudo hay, en estos absurdos nativos españoles que somos, un matiz desdeñoso cuando decimos que un barrio se ha llenado de inmigrantes.

Decía que he residido en muchos barrios, y sí: felizmente, los barrios se han llenado de gente que viene de otras partes, sobre todo de Latinoamérica. Es esta gente la que ahora abre comercios y se sienta en las terrazas y en los bancos. Es la que da vida, calor, alegría, a calles durísimas sin un solo árbol y pisos de materiales baratos que se levantaron para españoles procedentes del campo, ahítos de miseria, muchos de los cuales prosperaron un poco y pudieron comprarse un piso nuevo cuando en este país todavía se lograba, con mucho trabajo,  unas condiciones de vida mejores. Por seguir con el mismo ejemplo: no pocos de quienes vivieron en Pueblo Nuevo vendieron o alquilaron sus casas para mudarse a una zona de reciente construcción y relativamente cercana, Las Rosas. Pensemos en qué habría pasado si no hubiese habido relevo. Hoy los pisos lucirían absolutamente degradados, y  habría mucha delincuencia.  Así que hay que darles las gracias a los que han llegado a España para trabajar y tener aquí a sus familias: ellos hacen que darse un paseo por (sigo con el mismo ejemplo) Pueblo Nuevo sea recuperar esa ciudad que muchos experimentamos en nuestra infancia, que nos acogía y estaba viva no sólo para el negocio sino, valga la redundancia, para la vida misma.

Cuando escucho al neofascismo culpar a los inmigrantes de la precariedad de los españoles en vez de al desvergonzado neoliberalismo, pienso si no sería posible, para los políticos, penalizar, aunque fuera de forma simbólica, la mentira. Entiendo que deberíamos ser los votantes quienes, en las urnas, castigásemos con el voto a estos políticos; sin embargo, las creencias parecen ir antes que cualquier cosa. “Uno no acepta un discurso porque sabe que es verdadero; uno piensa que algo es verdadero porque cree en eso”, afirma el fallecido Ricardo Piglia en Teoría de la prosa, un libro que acaba de publicar la editorial Eterna Cadencia. “Pareciera que está planteada al revés la cuestión. Si uno cree que un discurso es verdadero, lo aceptará como verdadero", asevera el autor argentino. Y yo añado que, a veces, sólo cuando ocurre alguna catástrofe nos bajamos del burro que son nuestras creencias para, por lo menos, ponerlas en duda. Ojalá no tenga que ocurrir ninguna catástrofe para darnos cuenta de nuestros errores.

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