Cuando las madres se comen a sus hijos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Dice Nuria Labari en su estupendo libro La mejor madre del mundo, un híbrido entre la novela autoficcional y el ensayo, que, a diferencia de las madres, a veces los padres se comen a los hijos, pues prefieren devorarlos a verlos crecer distintos a ellos. 

Yo creo, en cambio, que también hay madres que se comen a sus hijos, en ocasiones por la misma razón que los hombres, es decir, por pura intolerancia, porque no soportan que escojan un camino distinto al proyectado por ellas. ¿Quién no conoce, sea porque la sufre o porque ha visto sufrirlas a otros, a la típica madre represora y chantajista, que no deja a sus vástagos ni de día ni de noche, que trata por todos los medios de que estos hagan lo que ella quiere, y que para ello no escatima en proyectar miedos y culpabilidades sin fin? Conozco a unas cuantas de estas, que han arruinado infancias, adolescencias y vocaciones (no diré vidas porque soy de la opinión de que cuando uno se hace adulto se convierte en responsable de su existencia, lo que incluye arreglar, si lo desea, los destrozos y dejar de culpar a los padres, incluso aunque se tengan motivos para ello).

Diría que hay otra forma más sutil de devorar a los hijos que las madres practican (y seguro que los padres también; tiendo a descreer de los esencialismos). Es sutil, casi invisible, porque viene en forma de amor. Nuria Labari lo cuenta con mucha valentía en La mejor madre del mundo, a saber: puesto que no es raro que algunas madres se sienten diosas por su capacidad de crear dentro de sí a un ser humano (y, desde mi punto de vista, nada impide que hombre sienta lo mismo: al fin y al cabo sin semen no hay creación posible),  eso deriva en la tentación perversa de querer realizarse en los hijos, pero no ya porque se les imponga las propias vocaciones, frustradas o no, sino en el puro amor que surge de sentirse diosa (o dios), que la perfección de la criatura creada ratifica. Para que esa ratificación se dé todo el tiempo, los hijos han de contemplarse sin fin, han de adorarse eternamente. Los hijos son devorados por los ojos insaciables de los progenitores en su afán de seguir sintiéndose dioses a través de esos seres milagrosos que han parido. ¿Qué pasa cuando los hijos empiezan  a no estar presentes, o cuando se van? ¿Qué ocurre con esa realización?

He escuchado, no sin horror, a algunas madres afirmar no querer perderse ni uno solo de los momentos de su hijo, ni un solo minuto, y que por ello han renunciado a muchas cosas (en ocasiones esas renuncias son jactanciosas y se exhiben como buena crianza: de esto también habla Labari). Dirán ustedes que es muy bonito que se quiera tantísimo a los nenes que no se pueda pasar ni unas horas alejados de ellos, y seguramente sea muy conveniente cuando todavía son muy pequeños y necesitan vigilancia y cuidados, pero tampoco aquí puedo dejar de pensar en qué pasa cuando ya no son tan chiquitines y no necesitan que se les cuide tanto y sí, en cambio,  aprender a estar solos, a divertirse por sus propios medios y a aburrirse, a charlar con los abuelos, a jugar con los hijos de los vecinos. Digo esto porque también he escuchado con espanto que “no hemos tenido los hijos para dejarlos con los abuelos”, “no hemos tenido los hijos para que los críen otros”, etcétera. A mí me parece bien triste que los críos no disfruten de los abuelos, de los amigos, de conocer otras casas (hay quienes jamás permiten a sus hijos dormir en casas de los amigos), e incluso de quedarse, de vez en cuando, a cargo de terceros: yo tuve tatas maravillosas, y no cambiaría por nada el tiempo que pasé con ellas, pues fue un aprendizaje, amén de que llega un momento en que los hijos se divierten más cuando no tienen a los pesados de los padres encima.

En fin, que a lo que voy es a que también se puede devorar a los hijos por la vía de un amor mal entendido, posesivo, que en nada ayuda a crecer.

Nuria Labari señala otras cosas de las que se habla con poca claridad, prejuicios mediante. Por ejemplo, que encargarse de la casa, de lo doméstico, es un poder (aunque socialmente no esté valorado), y que no hay que darle a los hombres la mitad de ese poder doméstico (que viene por la bienintencionada vía de repartir las tareas) mientras las mujeres no hayamos conquistado el cincuenta por ciento del poder económico y social. También habla de los mitos, entre ellos el de la sacralización de la maternidad, y de lo doloroso que resulta comprobar que ser madre no dota de superpoderes, ni de una sabiduría superior, ni de nada “especial”. Tampoco el no serlo, o el haber estudiado una carrera universitaria o no haberla estudiado, o el ser astronauta, o militar, o escritora o granjera. No somos especiales ni mejores por ser esto o aquello (¡por dar teta o por no darla!), pero nos encanta jugar a eso, a creernos que estamos por encima de los demás, y a este juego se juega incluso cuando se es madre, esa cosa tan sagrada.

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