El tiempo pervertido

Elvira Navarro

Elvira Navarro

En El tiempo pervertido de Esteban Hernández, ensayo publicado por Akal hace unos meses, se recuerda cómo el ingeniero Frederick Winslow Taylor, dirigido por una obsesión por la ciencia de la planificación, se infiltró entre los obreros para averiguar de qué manera podía aumentar la eficiencia en la producción. Taylor planeó un aumento del ritmo de trabajo a través de una serie de pasos y un tiempo de ejecución para cada tarea. Los obreros trataron de rebelarse, pues este aumento de la producción no significaba para ellos una mejora de las condiciones, no se les premiaba. Si cobraban por pieza, no les interesaba aumentar la producción, pues eso conllevaba un descenso del precio. Para más inri, Taylor pensaba que no había que subirles el salario a pesar de que produjeran más, habida cuenta de que los obreros dedicaban el excedente a la bebida y al ocio, lo cual hacía descender el rendimiento.

El aumento de la productividad depende del control del proceso, y controlar el proceso es sinónimo de destruir la iniciativa del trabajador en los procesos reales de trabajo. Según cuenta Hernández, Taylor estimaba, de acuerdo con la ideología predominante en la época, que la iniciativa de los trabajadores sólo podía acarrear malas consecuencias, ya que el trabajador está poseído por fuerzas irracionales, es decir, por el hedonismo y la holgazanería. “En este contexto, afirma Hernández, lo científico, lo disciplinado y lo justo coinciden, puesto que todas las fuerzas que se les oponen nacen de esas cualidades negativas que es preciso domeñar por el bien de la producción, de la sociedad y del hombre mismo”.

Esteban Hernández argumenta que una sociedad puede definirse por el grado de libertad que se les deja a los trabajadores, tanto desde el punto de vista individual (permitir, o no, que controlen su trabajo) como colectivo (consintiendo o minando cualquier iniciativa colectiva que pretenda poner coto a la desposesión), y que nuestra sociedad, movida por la convicción tecnológica de que somos un algoritmo controlable, es la extensión de la ideología de la que bebió Taylor, según la cual las personas nos movemos por impulsos autodestructivos. La ciencia y la tecnología, presentadas como a-ideológicas en su uso, van a “salvarnos” a costa de desposeernos de una naturaleza siempre falible y vulgar.

La utopía tecnológica y científica, sin embargo, hace aguas, pues si bien posibilita un control, a menudo éste no parece demasiado racional ni deriva en un bien común. Es arriesgado afirmar que el coartar la iniciativa del trabajador hacia su trabajo sea, por norma,  algo bueno. En mi artículo anterior, hablé de un repartidor de Amazon que decidió saltarse el control de la taylorífica app a la que obedece, y que había dado lugar a la poco racional situación de que un cliente tuviera un paquete en sus manos y que la aplicación no permitiera al trabajador hacer efectiva la entrega (la entrega aparece como no realizada si no se consigna en el programa).

Tampoco estimo demasiado racional que camareros, vendedores de comida rápida o instaladores de fibra óptica pierdan su trabajo por la mala valoración en las frecuentes encuestas de satisfacción al cliente, tal y como contaba Pablo Ordaz en un artículo reciente en El País titulado Jornaleros del ‘me gusta’. Y es que tales encuestas omiten circunstancias que poco o nada tienen que ver con el buen hacer del trabajador, como, por ejemplo, el frecuente hartazgo hacia las condiciones abusivas de las empresas de telefonía, un hartazgo que recae sobre el pobre instalador (a menudo es la única persona de la empresa con la que logramos hablar). Pagan, pues, justos por pecadores,  amén de que las encuestas no permiten valorar al cliente, que puede ser un imbécil redomado o un pequeño dictador.

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