Los menas

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Un día vio moverse los cartones que asomaban por la boca de un contenedor, como si estuvieran vivos. Se asustó, aunque no echó a correr. Se esperó hasta averiguar qué era eso que se movía; al principio, me dijo, pensó que los cartones habían cobrado vida, que eran bichos, y el miedo le paralizó. Luego salió un niño del contenedor. Un mena.

Hacía unas cuantas horas que yo había aterrizado en Melilla y no era la primera vez que escuchaba la palabra. Antes la habían usado ante mí con toda naturalidad, dando por hecho que yo conocía su significado, dos mujeres a las que pregunté por qué había tanto chaval de un sitio para otro, caminando sin rumbo, como en un cuento de Kafka o qué sé yo, pero sin literatura: esos chavales eran, son, una ausencia brutal de palabras. No hay verbo, la carne aquí es previa y absoluta, los muchachos sólo tienen cuerpo enajenado.

Me avergüenza no haber sabido que los menas son Menores Extranjeros No Acompañados que logran entrar en España desde países cercanos y, por supuesto, pobres. Leo en diversas fuentes que vienen de Marruecos, Argelia, África Subsahariana y de los países del Este. No es que sea la primera vez que me topo con niños vagando como fantasmas por una urbe; los he visto a porrones en Latinoamérica, y como excepción, como acontecimiento raro, en Europa, en el mismo Madrid, donde vivo, así como en otras ciudades que conozco, o conocí bien, como Valencia. Sin embargo, nunca lo había observado de esta manera aquí, en el llamado primer mundo, en mi país. Siempre se había tratado de un atisbo, no de un elemento constante del paisaje. En Melilla me cruzo todo el rato con ellos.

Son críos de 10 a 17 años que deambulan por la ciudad. Esnifan pegamento. No te hacen nada, me dicen; tienen más miedo que tú. Algunos tratan de asustarte, por ejemplo, un chaval que resopla ruidosamente detrás nuestro cuando volvemos por la noche al hotel. Me cuentan que pasan la frontera en manada, entre los coches; a algunos los pillan, pero es imposible detenerlos a todos. Pregunto cuántos menas calculan que hay aquí, y me responden que unos mil. Mil niños vagando por Melilla como zombis, puestos de pegamento. Esperan colarse en algún barco, cruzar el Estrecho; hay uno que se aposta en la puerta del hotel donde me alojo, y la recepcionista sale a cada rato para decirle que no puede estar ahí. Pero él quiere el hotel. El mena que me ha tocado observar más de cerca se acurruca en la entrada, nos contempla con mirada vidriosa, pienso que debe de gustarle el remanso de césped de la entrada, el verde fresco frente a la aridez de la ciudad por la que camina casi en círculos. No tiene nada, no se tiene a sí mismo: es tan absoluta esa nada que resulta aterradora. Me informan de que la mayor parte de los menas esquivan los centros de acogida y que muchos mueren ahogados; luego leo que algunas ONG denuncian malos tratos en los centros. Los que duermen  en los contenedores de cartón se exponen a ser triturados: son similares a los gatos que perecen entre las ruedas de los coches. De hecho se habla de ellos como se habla de los felinos callejeros: una fatalidad con la que hay que convivir. ¿Quién se hace cargo de estos hijos cuando sus familias los han dejado marchar a edades donde sólo pueden toparse con la intemperie, cuando la ciudad no tiene medios suficientes, cuando no son un problema urgente ni para España ni para Europa a pesar de que su mera existencia es más escandalosa que todos los casos de corrupción juntos, cuando ellos tampoco se pertenecen, pues muchos parecen haber abdicado de sí mismos de manera radical? Algunos sortean la fatalidad, me cuentan. Aceptan el centro de acogida y la formación: por ejemplo, un chico que se ha convertido en unos de los mejores cortadores de jamón de Melilla. Un jamón que él no prueba, porque es musulmán.

Reparo en otro mena al amanecer, desde la ventanilla del taxi que me lleva al aeropuerto. Es un joven espectral, cadavérico; se recorta contra el alba y contra una muerte que le pisa los talones. Esa es la última imagen que guardo de ellos. Un grito de socorro.

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