Cómo los niños aprenden la ciudadanía

Elvira Navarro

Elvira Navarro

“Mis hijas jugaban en descampados de Aluche. Yo, por la ventana, les llamaba a voz en grito: ¡A comer! Y al rato veía una figurita a lo lejos que parecía ser mi hija mayor. Al poco llegaban las dos. Vivíamos en la santa inocencia, sin miedo a nadie ni a nada que les pudiera ocurrir. Doy gracias haber vivido en aquellos tiempos”.

El otro día me dejaron este comentario en Facebook a raíz de un artículo que publiqué aquí hace unas semanas, y que titulé “Descampados”. No fue el único con ese tono nostálgico, ni con esa alabanza de la libertad perdida de cuando los niños jugaban en los baldíos, y por ende en las calles. Dije yo ahí que ya no se ven niños solos en ningún sitio, ni siquiera cuando no hay atisbo de peligro; que los infantes parecen condenados a recluirse en esos parques de plástico semejantes a casetas de perro, bajo la mirada de los adultos. Añadí que era preocupante que los críos no puedan vérselas a solas con la ciudad (¡ni siquiera a solas en esos parques vallados!), que no puedan interaccionar con el espacio público, y que muy probablemente crecerán con el estigma del miedo de los padres, un miedo en realidad injustificado. ¿Qué modelo de ciudad van a reclamar cuando sean mayores? ¿Cómo se puede defender el espacio público si no se sabe en qué consiste?

En mi infancia, en los años ochenta, con yonquis por doquier, un mayor índice de delincuencia y la ciudad comida por los coches, no sólo jugábamos en los descampados, sino, y sobre todo, en la calle. Y sin que ningún adulto nos aguara la fiesta más de la cuenta. Nuestra enseñanza fundamental no radicaba en que las calles son lugares peligrosos, sino al contrario. La calle era un sitio para disfrutar, para conocer amigos y aprender, y también para cuidarnos de los peligros: estábamos advertidos de que no había que cruzar si venían coches, ni aceptar golosinas de tipos sospechosos. Aprendíamos a ser responsables y fuertes, y a no depender exclusivamente de la atención de nuestros padres.

Jane Jacobs fue una divulgadora científica, una teórica del urbanismo y una activista que nos dejó una obra maravillosa, Muerte y vida de las grandes ciudades. En España la publicó Capitán Swing en 2011, y cualquiera que tenga un poco de interés y amor por la ciudad puede leerla, pues no está escrita desde una abrumadora erudición ni desde la monotonía insípida del técnico, sino desde la vivencia de la ciudad y el sentido común.

Jacobs se hace cargo de cómo los niños aprenden la ciudadanía. De hecho, le dedica a este asunto el capítulo cuatro del libro, que se abre de la siguiente manera: “Entre las supersticiones del urbanismo y la vivienda hay una fantasía sobre la mudanza que opera en los niños. Dice así: una población infantil está condenada a jugar en las calles de la ciudad. Esos pálidos y raquíticos niños, en un ambiente moral siniestro, se cuentan trolas sobre sexo, trafican con maldad y aprenden nuevas formas de corrupción con el mismo aprovechamiento que si estuvieran en un reformatorio. Esta situación se denomina el peaje moral y físico que las calles cobran a la juventud; otros simplemente hablan de las cloacas…

¡Si fuera posible sacar a estos desgraciados niños de las calles y colocarlos en parques y patios de recreo equipados adecuadamente, con espacios abiertos para correr y hierba para elevar sus espíritus! ¡Lugares limpios y felices, llenos de la risa cantarina de los pequeños agradecidos por un ambiente sano! Hasta aquí la fantasía”.

La activista canadiense no ahorra en ironía, pues, aunque pueda parecer lo contrario, no hay lugar más seguro para los niños que una calle con vida animada y buena relación entre los vecinos. La razón que da Jacobs es esta: para que el espacio público funcione, es esencial la confianza, que a su vez fragua un sentimiento de identidad pública de la gente. La confianza se consigue mediante un equilibrio muy delicado entre el respeto público y el respeto a la intimidad, equilibrio que se genera gracias al tiempo y a los contactos ligeros que propician las aceras bien surtidas de establecimientos en los que se recala a diario. La tendera, el del bar, el quiosquero, la de la óptica o los del restaurante acaban conociendo a sus clientes y a sus hijos, tienen con ellos relaciones superficiales que no obstante apuntalan dicha confianza, y no es raro que entre los infantes se hagan pandillas para jugar un rato por las tardes o durante los fines de semana sin que los padres de todos ellos tengan que estar presentes, porque ya el quiosquero, cuyo hijo juega con los otros niños, se encarga de echarles cada tanto un ojo donde no hay un miedo histérico, pues si él no está atento, es muy probable que cualquier otro vecino dé una voz a los niños si se desmadran. Una calle así es además toda una escuela de diversidad, pues los infantes no se juntan solo con los de su edad y condición social, como a menudo sucede en los colegios, lo cual redunda en esta confianza que tan necesaria es para tener un espacio público saludable. Aprendemos que los otros no son por norma peligrosos. “El mito según el cual los terrenos de recreo, la hierba, los guardas a sueldo o los supervisores son algo de por sí beneficioso para los niños y que las calles de una ciudad, llenas de gente normal y corriente, son algo esencialmente pernicioso para los niños se ha cocido en un profundo desprecio por la gente corriente”, sostiene Jacobs. Y remata con que, amén de que corretear libremente es más interesante para los críos y genera una riqueza de experiencias, estos asumen con naturalidad la responsabilidad sobre los demás al ser vigilados, y a veces reprendidos, por alguien distinto de sus padres y maestros. Si el principio más fundamental de una buena vida urbana es, como Jane Jacobs cree, que todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad mínima, entonces es esencial que los infantes sientan esa responsabilidad “al comprobar que otras personas, con las cuales no nos une un particular vínculo, amistad o responsabilidad formal, aceptan y practican contigo un mínimo de responsabilidad pública”.

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