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Elvira Navarro

Elvira Navarro

Imparto un taller de novela donde se planteó el siguiente dilema: si en los años sesenta un adolescente viola a una de las asistentas de la familia (antaño se las llamaba criadas), una que además ha sido tata de este muchacho, ¿cuál sería la reacción más verosímil por parte de ella?

El dilema le surgió a un alumno durante la escritura de su novela, y nos lo trasladó eficazmente escribiendo dos opciones, dos verosimilitudes, para la reacción de la criada (la historia transcurre en un tiempo de criadas y no de asistentas, así que llamaremos criada al personaje). En la primera, la criada se quedaba quieta, en shock. En la segunda, forcejeaba y le daba un buen zurriagazo al joven. ¿Qué opción os parece más creíble?, nos preguntó el alumno.

Para que puedan ustedes comprender bien las respuestas que dimos los allí presentes, he de decir que el personaje de la criada apenas estaba esbozado. No sabíamos si se trataba de una mujer aguerrida o sumisa, ni cuál era su poder en la casa en la que servía. Tampoco teníamos demasiados datos sobre el contexto, salvo que este joven, huérfano de madre, no era querido por su padre ni por sus hermanos, y que creció interno en un colegio de curas. Por tanto, contestamos apoyándonos más en nuestros prejuicios que en el conocimiento.

Ganó la opción A, la de la pasividad y el shock. Se esgrimieron varias razones: que en los años sesenta en España el machismo era ley y a una criada le convenía callar, que en las películas hemos visto cómo las criadas aguantaban las visitas nocturnas de los señoritos y eso genera automatismos en la imaginación, que circulan ahora innumerables artículos por la red sosteniendo que la pasividad de muchas mujeres ante una agresión sexual se debe a que no es raro entrar en estado de shock.

A mí se me antojaba más verosímil la opción B, es decir, que una mujer que le ha cambiado los pañales a su violador, quien además todavía es un zagal, no se amilane. Sin embargo, no defendí con vigor mi postura, pues carecía de argumentos en los que no pesara en exceso mi subjetividad. Y, en realidad, la escena era breve y ambas reacciones, tal y como estaban escritas, resultaban convincentes. Con todo, me dio un poco de pena, incluso de rabia, que venciera la opción A, o lo que es lo mismo, que nos resulte a día de hoy más verosímil que una mujer no plante cara. Seguimos etiquetadas como objetos frágiles.

Una huida de las etiquetas es lo que encontramos en El dolor de los demás, la estupenda tercera novela de Miguel Ángel Hernández, publicada recientemente, y que les recomiendo.  En ella se narra un crimen que tuvo lugar en la huerta murciana en los noventa. Cuando tenía dieciocho años, el mejor amigo del autor mató a su hermana y luego se tiró por un barranco. En aquel tiempo nadie hablaba de violencia machista. Hernández, que vivió dolorosamente el suceso, se pregunta qué habría pasado si se hubiera abordado el asesinato desde ese prisma. Hoy no se pone en duda que el sistema favorece la violencia contra las mujeres. Sin embargo, lo poderoso de la novela de Hernández reside en haber respetado la complejidad de aquel drama. El dolor de los demás no se deja subsumir en una sola categoría. Si se dejara, la novela habría sido un fracaso, pues no contaría lo que quería contar, sino que estaría relatada de antemano por los medios de comunicación, donde las causas de este tipo de crímenes se convierten todas en una sola, necesaria e insuficiente.

Las etiquetas nos ayudan a entender, pero también oscurecen cuando abusamos de ellas. Los acontecimientos no suelen explicarse por un único factor, ni las personas se reducen a un rasgo. Leí ayer una entrevista a Soledad Gallego-Díaz, la nueva directora de El País, publicada en Jot Down en 2012. Gallego-Díaz afirmaba que los juicios públicos que propician las redes son tan inevitables como perjudiciales, pues se juzga a la gente sin conocerla, atendiendo a informaciones parciales. Y un medio debe, según la periodista, contrarrestar esa superficialidad: «Coger un periódico, ver una información y decir “pues sí, mira, tal y como yo pensaba este tipo es un imbécil”. O “anda mira, yo creí que era un imbécil y ahora resulta que no, mira qué interesante lo que dice o lo que piensa”». El reciente nombramiento de ministros (¡y ministras!) ha sido el jolgorio de las etiquetas, con Máxim Huerta de colofón como héroe o villano según prejuicios, y con una ilusión por parte de la izquierda (o del centroizquierda) tan poco fundada como el pesimismo de quienes condenaban el elenco sin dar argumentos. Diré más: aunque se tengan suficientes motivos para opinar sobre la idoneidad de la elección, como es el caso de algunos ministros, hay que esperar a ver qué hacen. Que no nos hayan gustado sus actuaciones en el pasado no debería conllevar la condena absoluta sino, como mucho, la duda. E incluso una vez que tengamos obras con las que juzgar, ¿por qué no examinar detenidamente qué factores estaban en juego, qué capacidad de maniobra había? La inteligencia y la justicia no ahorran en análisis ni en matices.

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