Aida, la inmigrante

Laura Furones

Laura Furones

En algún momento a lo largo de su viaje desde su Etiopía natal hasta un Egipto impuesto, Aida comienza a experimentar lo que supone pasar de ser oriunda a extranjera. Deja atrás lo familiar y se enfrenta a lo desconocido. Empieza, sin saberlo, a transformarse en una persona muy distinta de la que hubiera sido ante un destino más benévolo con ella. Pero no lo tiene, y la suerte le depara la vida de una esclava que lo es además a miles de kilómetros de su casa.

A primera vista, Aida puede parecer una ópera de lo exótico, lo lejano, lo grandilocuente. Después de todo, ¿a quién no le fascina el antiguo Egipto? Casi diez millones de personas se desplazan hasta el país cada año para poder siquiera atisbarlo. Esta misma fascinación existía ya en el siglo XIX. Se podría entonces pensar que Giuseppe Verdi se limitó a recrearse poniendo música a una trama hecha a medida para conmemorar la histórica ocasión para la que fue escrita: la inauguración del Canal de Suez. Pero eso sería subestimar mucho al compositor italiano, pues por sus venas siempre circuló, además de un genio infinito, la sangre de un irrenunciable activista.

Lo cierto es que ninguna de las óperas que compuso se mantuvo al margen de la realidad cultural, política y social de su época, aunque, como en este caso, pueda parecerlo. Pero no, no se dejen engañar: incluso en una producción tan a gran escala como la que ahora recupera el Teatro Real – estrenada allá por 1998 y rescatada de la nave industrial en la que ha descansado durante veinte años–  no hay que perder de vista lo que tenemos ante nuestros ojos: una historia íntima de amor tan profundo como irrealizable entre dos personas con identidades en permanente migración.

A ojos de los poderes político y religioso, el amor de Aida y Radamès es el de dos personas que representan pueblos enfrentados, el etíope y el egipcio (por qué será que la historia de la literatura está plagada de ejemplos de amor entre supuestos enemigos). Pero esto pasa por alto una lectura mucho más humana, y por tanto mucho menos precisa. Se podría decir que Aida adolece en realidad de una doble personalidad como consecuencia de su azaroso destino: es, a la vez, princesa etíope y esclava egipcia (y viceversa). Quién sabe si, tal vez, Radamès entrevea a la imposible princesa egipcia que podría resultar eligiendo el sustantivo de la primera y el adjetivo de la segunda. En todo caso, lo que verdaderamente importa es que no ve en ella al enemigo que sí ve inicialmente en su pueblo. “Guerra y muerte al extranjero”, aúllan los líderes egipcios con fervor. Como sucede con casi todos los comportamientos sectarios, resulta mucho más sencillo incitar al odio de masas que al de individuos. Ante la saña colectiva, Aida y Radamès se reconocen mucho más allá de fronteras e identidades.

Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.

Aida se representa en el Teatro Real desde el 7 hasta el 25 de marzo.

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