La distopía imposible

Elvira Navarro

Elvira Navarro

En la introducción a El cuento de la criada, la célebre novela de Margaret Atwood, la autora nos dice que nació en 1939 y que, por tanto, su conciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial. Que todo podía desaparecer de la noche a la mañana fue un aprendizaje temprano, y de ahí que Atwood afirme con rotundidad: «No se podía confiar en la frase: “Esto aquí no puede pasar.” En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar».

La Historia le da la razón a Atwood. Y se la da porque todo está pasando a la vez. Nada se pierde, y lo único que varía son los lugares y los tiempos en los que los fenómenos se manifiestan. Si en determinadas circunstancias, como dice la escritora canadiense, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar, es porque esa cosa que se materializa contra todo pronóstico (el «contra todo pronóstico» no es más que nuestra ceguera) estaba ahí, agazapada. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor. Por ejemplo: un matrimonio muy conservador tiene hijos en los años cincuenta del siglo pasado, unos hijos que, por rechazo a la educación católica, apostólica y romana de sus padres, adoptan un pensamiento y unas costumbres liberales. Más tarde, la prole de estos hijos progres abraza, contra todo pronóstico, ideas conservadoras por los mismos motivos por los que sus padres se hicieron liberales. Esto es más viejo que el pan, sí. Pero, contra todo pronóstico, se nos olvida. Aún creemos que las cosas se superan, que se quedan definitivamente atrás. Yo no puedo dejar de sonreírme cuando escucho o leo que tal o cual idea está superada.

Quizás para una cultura judeocristiana como la nuestra sea una tortura pensar en un tiempo que no es lineal, que no progresa adecuadamente. ¡Que no vayamos a llegar a un Juicio Final donde los malos sean condenados para siempre al infierno, que es tierra caliente! Pero todos los tiempos conviven en este, valga decir, todas las cosmovisiones son actuales: la de una tribu africana, la de los medievales talibanes, la de la sociedad occidental. Que una cosmovisión se imponga sobre otra no significa que la destruya por completo. El imperio no puede llegar a todas partes. La distopía es hija de la utopía, o sea, de una sociedad ideal, inexistente. Tal vez tildemos de horrible el que haya ideas o cosmovisiones que no se puedan erradicar de una vez por todas de la faz de la Tierra; sin embargo, si así fuera, entonces una distopía total, sin grietas, podría hacerse factible, pues ¿quién tiene la última palabra sobre lo que es el bien? A nosotros nos parece que nuestra idea de bien es de sentido común, pero a los talibanes también. Demos entonces las gracias por que nada pueda desaparecer, pues a lo mejor serían nuestras preciadas ideas sobre lo que es lo bueno las exterminadas. Y más aún: si alcanzáramos esta compresión no trataríamos de aniquilar a nadie, y nadie haría lo propio con nosotros. 

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