Hombres nuevos, zapatos viejos

Teresa Viejo

Teresa Viejo

Las citas nuevas requieren zapatos viejos. No es aconsejable estrenar calzado porque la incomodidad empieza por los pies y a mí me dolieron muchísimo esa noche.

Había quedado con Javier –el amigo de mi ex, que optaba a convertirse en mi nuevo mejor amigo-, en lo que iba a ser el primer encuentro con un hombre que no tratara de venderme algo. En realidad se vendía él mismo pero apenas detecté en su piel más arrugas que calles en Google Maps y confirmé que su dentadura necesitaba una ortodoncia, supe que la transacción no me satisfacía. Y reconozco su esfuerzo por desplegar unas estrategias de seducción más viejunas que el verbo ligar, pero mi deseo hibernaba en el congelador.

Una vez concluida la cena, cuando ya de vuelta a casa amagó con un beso, me contraje de pies a cabeza antes de sentir aquellos insoportables calambres en los juanetes. Entonces me dije que nunca más estrenaría zapatos y hombre al mismo tiempo. “Aquí no”, lancé la excusa según abría la portezuela del coche para dirigirme al portal. Javier me imitó y en tres zancadas me adelantó replicando “Pero aquí sí, ¿verdad?”. Había olvidado que los hombres son literales. Había olvidado que a veces confunden el lugar físico con ese páramo emocional del que queremos escapar las mujeres. “Tampoco. Verás yo…”, balbucí con escasa convicción por lo que él propuso: “Lo entiendo, es tu casa y está todo muy reciente. Busquemos un hotel”. Acto seguido pegó sus labios a los míos y su lengua los franqueó con el brío de una tuneladora.

“No estés tan tensa”, susurró. ¿Tensa? ¡Mierda, si quería flexibilidad que se hubiera apuntado a clases de yoga! “Es… demasiado pronto. No me siento preparada”, respondí con toda la mano izquierda que soy capaz de usar, y él terminó desistiendo como buen caballero.

Si la primera cita tras mi separación resultó un fracaso no fue tanto por Javier, que sigue incendiando mi WhatsApp con mensajes enfebrecidos, como por discernir que el hastío de un matrimonio mortecino no se supera con un amante insulso sino con un HAS. Un Hombre A Seguir, que reúna lo mejor del macho alfa al tiempo que haga de la empatía, la solidaridad y la intuición su catecismo. Y es palmario que alguien así no se encuentra en la agenda de mi ex, por lo que considerando lo mísera que es la mía una vez he eliminado a los contactos relacionados con el trabajo y la falta de tiempo para dedicarme a una búsqueda selectiva, y tras la sugerencia de mi secretaria, me he creado un perfil en Tinder.

Comprobar los posibles encuentros que te ofrece la aplicación en varios kilómetros a la redonda es excitante, mucho si no buscas trascendencia y bastante menos si tratas de identificar en ellos algún rasgo de un HAS.

El intercambio físico adolece de improvisación y ligereza -lo que está bien para suavizar una vida con demasiada carga y la mía es la piedra de Sísifo escurriéndose por mi rabadilla a cada tanto-, pero poco más. Liberarme de mi marido ha sido el primer lastre, el siguiente será el peso. El de mis muslos, vamos. Mis muslos, mi barriga, el flanco dorsal y hasta los antebrazos, porque a mí los disgustos me engordan; de manera que me propongo quemar los cinco kilos que me extenúan, corriendo.

Y aquí estoy, calzando mi viejas zapatillas, esperando a que aparezca Willy, el runner más sexi que me ha descubierto Tinder esta tarde. Recuerda siempre: a hombre nuevo, zapatos viejos.

Este artículo forma parte de una serie sobre las relaciones de pareja que Teresa Viejo escribirá para Mujeres a Seguir.

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