Reñir a los niños

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Una vez, siendo yo niña, me cayó una bronca tan soberana que dejé de saber por qué me estaban riñendo. Sentía únicamente mi propio miedo. “¿Vas a volver a hacerlo sí o no?”, me preguntaron pasada la fase de los gritos y llegada la de la contrición. Yo no sabía cuál era la respuesta correcta. Mi pánico era tal que olvidé el significado de esas palabras. Sólo pensaba en la que me volvería a caer como me equivocase de monosílabo.

Ahora recuerdo aquella pelotera con humor, y no les guardo rencor a los adultos que me acorralaron con sus síes y noes por puro desquicie. Yo también me desquicio a ratos y grito cuando no toca. Y no resuelvo nada con ello. Las cosas no suelen solucionarse a voces. Cuando alguien pierde los papeles en público, nos da un pelín de vergüenza ajena, y si hemos sido nosotros los que nos hemos ido de madre, ¡ay, tierra tráganos!

No tengo hijos, pero en mis muchos pisos alquilados de finos tabiques siempre me han llegado los gritos de los padres a sus infantes. Recuerdo a un padre  que llevaba todas las mañanas a sus hijos al cole, y que salía invariablemente cabreado de casa. Yo le observaba desde el balcón tras haberle escuchado increpar a sus infantes en el descansillo. Los niños tenían que ir delante en fila india, y ojo si se les ocurría distraerse. Aquel padre ejercía su control de manera histérica; imagínense qué idea de controlarse a uno mismo puede aprender un niño de un progenitor que sólo escenifica su propia impotencia airada. Pues así están no pocos padres todo el rato, y seguramente así estaría yo misma si tuviera hijos. Qué habitual es ordenar con constantes “¡Estate quieto!” cuando nada en ese mandato invita a la quietud, o descalificar a diario con “¡Eres tonto!” cuando no hay nada más imbécil que decirle eso a alguien cuyas virtudes, aún por desarrollar, dependerán en buena medida de los refuerzos que de ellas hagan sus padres.  “¡Cállate!”, “¡Te acuestas sin cenar!”, “¡Como no me obedezcas te vas a llevar una bofetada!”, “¿Quién te has creído que eres?”, “¡Me pones enfermo!”, “¡Me estás volviendo loca!”: muy probablemente, todos hemos escuchado o proferido alguna vez algo de esto con resultados que no pasan de generar una insana culpabilidad en vez de una saludable comprensión en los niños y en nosotros mismos. Y total, pensamos muchas veces, qué más da, si cuando llegamos a la edad adulta somos capaces de reírnos con nuestros padres de lo trastos que éramos y de la bronca de aquel día en casa de la tía Pili, cuando salieron volando unas cuantas zapatillas.

Puede que, en efecto, no sea tan grave, porque en la mayoría de los casos a la ira convenientemente descargada le sigue la entrada en razón, y porque yo sólo escucho a través de mis tabiques las salidas de tono. Las palabras cariñosas y los razonamientos no se profieren en voz demasiado alta. El caso es que, aunque no sea tan grave, todo suma, y nunca la inteligencia está tan ausente y la estupidez tan presente como cuando el ánimo se nos excita más de la cuenta. Los niños acaban aprendiendo que la mala leche es siempre una respuesta legítima. Que, a más cabreo, más dosis de razón tiene la persona enfadada. Y luego, de adultos, viene eso que no sé si es universal, pero que desde luego es muy español, de la crispación permanente y de creernos más dignos cuanto más mosqueados estamos con todo. ¡El héroe patrio es siempre un señor muy orgullosamente cabreado, al que sólo podemos soportar mediante el humor! Tal vez este salto argumental les resulte excesivo, pero a mí no me extraña que acabemos convertidos en adultos que esgrimen malhumoradas banderas, malhumorados tuits, reflexiones ramplones que suplen la falta de conocimiento con esa fuerza torera que da el sentirse ofendidísimo. ¡Resulta indignante!

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