Patrimonio
Elvira Navarro
¿Se imaginan que el Guernica de Picasso, obra que se recoge en todas las historias del arte del siglo XX, estuviera en algún sótano llenándose de moho, o cubierto de pintadas? ¿Qué las pinturas negras de Goya, conocidas mundialmente, se guardaran en una habitación llena de alimentos podridos? ¿Que Las meninas se colgasen en un urinario público? Nos parecería inconcebible, ¿no? Y si nos preguntamos el porqué de este parecernos inconcebible, recurriríamos a un lugar común: el arte tiene un valor, y nos han enseñado que el Guernica, las pinturas negras y Las meninas son obras maestras. Si siguiéramos indagando sobre qué es el arte y qué se considera una obra maestra, los argumentos se complicarían, o incluso no irían mucho más lejos en el caso de que no le hubiéramos dedicado a estas cuestiones más pensamientos que los que nos inocularon en el bachillerato, casi olvidados ya, o los lugares comunes con los que se trata el asunto en los medios de comunicación. Sea como sea, los argumentos más sesudos y los más tópicos coincidirían al menos en dos puntos: la excelencia técnica de esas obras y que son hitos. Son ejemplares y significativas. Ambas cosas bastan para que nos parezca un disparate que no se pongan los medios para conservarlas bien.
¿Qué habría pasado si nadie nos hubiera enseñado a valorar esas obras? Pues que nos daría igual que se pudrieran en un sótano mohoso o que se llenaran de pintadas. El valor que les hemos otorgado es un valor aprendido. Si nos cuestionáramos la pertinencia de todos los valores que aprendemos, entraríamos en disquisiciones larguísimas, y no es mi intención ir tan lejos. Quiero quedarme en algo más modesto: ¿qué pasa cuando no se nos trasmite el valor de algo? ¿Cuando la educación falla?
En España lo del fallo de la educación es un clásico. Lo que hemos aprendido resulta insuficiente, y la especialización tiene efectos perversos: sabemos mucho, o bastante, de aquello a lo que nos dedicamos, y poco o nada del resto. Entre esa nada quizás sea la arquitectura la que se lleva la palma. El otro día leía en un extenso monográfico sobre Francisco Javier Sáenz de Oiza escrito por Javier Vellés para el Magacín de arquitectura de la escuela de Toledo que el estado de conservación de uno de los poblados dirigidos más célebres de Madrid, el de Entrevías, es penoso. Estoy segura de que a muchos de ustedes este hito no les suena de nada, y sin embargo se trata de una colonia de casas que, apunta Vellés, figura en todas las historias de la arquitectura española contemporánea. Es célebre, sí, pero sólo entre los estudiantes de arquitectura, pues de esta disciplina no se pasa de estudiar, en el bachillerato, el dórico-jónico-corintio, como cantan Las Bistecs, y las catedrales. Yo al menos no pasé de ahí. Como si la arquitectura se hubiera acabado hace unos cuantos siglos. Si se molestan en buscar imágenes del poblado dirigido de Entrevías, podrán ver el antes y el después. Podrán, en fin, comprobar con sus propios ojos el destrozo: de un bonito proyecto de vivienda social, que era una excepción entre los alienantes bloques de ladrillo que suelen protagonizar la vivienda de protección oficial madrileña, sólo quedan casas chabolizadas. Obligatoriamente chabolizadas: los poblados dirigidos se construyeron con recursos mínimos y no estaban destinados a perdurar. Ahora bien, el de Entrevías brilló desde el principio por una singularidad que no era sólo estética. Oiza se las ingenió para hacer un entorno de lo más agradable, procurando respetar las costumbres rurales de los inmigrantes a los que iban destinadas las casas. A día de hoy, y a pesar de que las casitas de Entrevías se han llenado de rejas, tejadillos y horrísonos patios cerrados, sigue siendo un placer internarse por sus calles, con placitas y el lujo que supone en Madrid que el cielo no esté encajonado entre bloques. Puesto que el poblado aún sigue en pie, ¿no habría sido mejor destinar dinero a conservarlo, procurando respetar su idiosincrasia, en lugar de reformarlo de cualquier modo y de dejar que los vecinos se las apañasen?
El poblado de Entrevías es un ejemplo entre muchos. Es tristemente célebre la demolición de La Pagoda de Miguel Fisac. También es célebre la destrucción del interior del antiguo Banco Hispano Americano, un edificio histórico del centro de Madrid, para hacer viviendas de lujo, un hotel y un centro comercial. A tal fin, y muy alegremente, en 2013 el Ayuntamiento le quitó la protección como bien de interés cultural al edificio entero, reduciéndolo a la fachada y a la crujía. Así se dio luz verde a los especuladores. También se ha hecho famosa la demolición de la Casa Guzmán, una obra de Alejandro de la Sota conocida internacionalmente, para levantar en su lugar un caserón de lo más hortera. Y si hablamos de la arquitectura popular o vernácula, nos ponemos a llorar, al menos en la capital. Mientras tanto, las ciudades crecen sin más ley que la especulación, lo que se traduce en barrios impersonales, monótonos, sin un espacio público de calidad y con la arquitectura brillando por su ausencia. ¿Qué tal si empezáramos a estudiar arquitectura y urbanismo en los colegios? A lo mejor las ciudades crecerían de otro modo. Quiero decir: mejor.