El verbo nuestro de cada día
Elvira Navarro
Imaginen que, como dice la Biblia, el verbo se hiciera carne. Es decir, imaginen que todos y cada uno de nosotros fuéramos dioses y que nuestros “Hágase la luz” tuvieran efectos literales. Muchos nos convertiríamos en asesinos por haberle dicho “Muérete” a alguien, o por haberlo escrito en un tuit. No envejeceríamos ni falleceríamos si esa fuese nuestra voluntad. Seríamos guapísimos, millonarios, genios en todo y con superpoderes, aunque al mismo tiempo estaríamos haciendo guerras. Habría infinitos mundos coexistiendo, y la responsabilidad brillaría por su ausencia porque no sería necesaria: si nuestras ansias homicidas hubieran provocado el lento descuartizamiento de nuestro enemigo, tendríamos la certeza de que éste estaría vivito, coleando y feliz en un universo paralelo. Ahora bien, en el caso de que sólo pudiera haber un mundo, ¿qué pasaría? Que sobre nuestros hombros recaería una responsabilidad atroz y que la ética se tornaría indispensable. Más o menos como ocurre hoy, aunque no en el terreno de la palabra, sino de la acción (o en el de la palabra que incita a la acción).
Lo de si Dios ha muerto todo está permitido es una sentencia demasiado teológica, que aún cree en un Dios que habita fuera de este mundo y que nos dicta normas. Pero no hace falta ningún Dios para que haya una moral. El que no todo esté permitido es una cuestión meramente práctica: el mundo no destruye sus condiciones de posibilidad, al menos conscientemente. Donde sí es deseable que todo, o casi todo, esté permitido, es en el lenguaje, pues de otro modo no podríamos explorar lo posible. En las dictaduras se censura lo que puede decirse para cercenar la capacidad de actuar. Y en el capitalismo y la democracia la desactivación de la palabra sucede por saturación, sobre todo desde que existen las redes sociales y todos tenemos nuestra insignificante tribuna, desde la que nos dedicamos mayormente a reafirmar nuestra identidad. Nuestro ego. Las formas de reafirmarlo son muchas: exhibiendo méritos, uniéndonos al clamor de la manada con opiniones ramplonas o consignas, acusando a unos y a otros como si fuéramos curillas con las tablas de la ley a cuestas o tratando de ser sublimes sin interrupción, lo que resulta ridículo: la inteligencia puesta al servicio de la vanidad se convierte en petulancia.
Es cierto que también hay perlas en las redes, noticias y artículos interesantes, humoradas que nos sacuden nuestra seriedad asnal y nuestro chato sentido común, post o tuits donde se dice algo que hace que nos detengamos para pensar, o imaginar, esa posibilidad. Parece entonces que la palabra recobra su peso, que vuelve a estar cerca de hacerse carne. Curiosamente, esta palabra es inteligente sin afectación, propone sin censurar la divergencia y sin superioridad moral y, cuando enjuicia, lo hace desde el conocimiento en lugar de desde una empatía desinformada. Y además no busca agradar. Hay quien sostiene que sólo por eso merecen la pena las redes sociales. Y yo no digo ni que sí ni que no, pero caray, qué difícil es escuchar algo en mitad del griterío.