¡Hace Calor!

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Que el telediario de Televisión Española es tan interesado como el de cualquier otro medio de comunicación no es ninguna novedad, a pesar de que se financia con dinero público y de que, en consecuencia, sería deseable una mayor imparcialidad y calidad en los contenidos. Que las noticias de peso para la ciudadanía, es decir, de política internacional o nacional, son cada vez más escasas, parece ser algo a lo que nos hemos resignado,  a pesar de que nos afectan a todos no sólo por sus consecuencias, sino por nuestra capacidad de acción (escasa, muy cierto: prácticamente se limita a nuestro voto, que castiga o cambia  a gobiernos que tampoco pueden hacer gran cosa). Que los telediarios de todas las cadenas se conviertan en una suerte de revista de sucesos, como si se hubieran propuesto hacerle la vida imposible a la resucitada El Caso, es inevitable cuando la audiencia de una cadena depende del morbo. Pero lo que más me sorprende de esta caída en picado de la calidad de los noticiarios es que dediquen tanto espacio al tiempo y sus aledaños. Aquí la televisión pública se lleva la palma, quizás por ser el único asunto donde puede demostrar que nos pertenece a todos sin meterse en jardines, de una forma tan plural como anodina. Cuando acontece algún fenómeno meteorológico digno de mención, el asunto se torna delirante y puede ocupar un tercio del telediario, que va entonces de provincia en provincia recalando los comentarios de quienes han tenido la generosidad de atender al periodista o a la periodista de turno, que supongo que se sonrojarán cuando se ven obligados a parar al personal por la calle para preguntar qué tal la climatología. El nueve de agosto, por ejemplo, las noticias sobre el tiempo en el telediario de las tres empezaban con una gota fría en el Levante, sobre la cual un hombre dijo: “Llueve con mala leche”, y una mujer: “Ha empezado a caer agua como siempre llueve aquí en situación de gota fría”. A ambas declaraciones les siguió una explicación del reportero sobre cómo se mete la gente en el mar cuando la lluvia amenaza: con el agua sólo hasta la rodilla. El calor en Girona dio tregua, y cayó la pregunta sobre cómo se dormía por la noche. “Yo siempre descanso bien. Quien tiene la conciencia tranquila no tiene problemas”, fue la respuesta más salerosa. El noticiario se centró luego en San Sebastián, donde al parecer ha habido más días de lluvia que de sol en los que llevamos de verano. ¡Qué cosa tan rara en el País Vasco! “Ya nos estamos acostumbrando. El chubasquero en el armario no, fuera”, remató una señora. Le llegó a continuación el turno a la sequía y a unos vecinos de Badolatosa corroborando que estaban sufriendo cortes de agua. Para acabar la retahíla, se informó de que la playa de Redondela, en Vigo, está muy contaminada, a lo que tres señoras respondieron: “Pues yo la veo limpia”, “Súper súper limpia” y “Yo la veo bien, básicamente”.

Me pregunto si esta hipertrofia de la información meteorológica, con sus entrevistas absurdas, no obedecerá a un mandato del inconsciente colectivo, que busca diariamente la paz que dan los ciclos. ¿Será la función más importante, por tranquilizadora, de un telediario la de apuntalar lo eterno, lo que siempre nos espera, como que a la primavera le sucede el verano, y que después del frío viene el calor? Las propias noticias cobran este cariz, incluso las más trágicas. No parecen noticias, sino estaciones del año: tras una guerra hay otra, los veranos no llegan sin sus incendios, la esperanza de una inminente cura del cáncer se renueva. Todo suena trivial, un hilo musical de las tres de la tarde frente al plato de lentejas y nuestra misma indignación tibia, de siesta, mientras le damos al mondadientes. Más que a la pertinencia de estar informados, el telediario parece plegarse a una profunda necesidad de que nada cambie, ni siquiera lo que nos disgusta.

             

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