Amnesia/2

David Torrejón

David Torrejón

Él se queda unos instantes mirando la foto. “Aquí aparecemos juntos, pero me pregunto si de verdad lo estábamos en el momento de tomarse”.

.- Siéntate y cena. Son de la marca que te gusta.

Obedece y se sienta. Ella hace lo mismo. “Los canelones –piensa él- bien podrían haber formado parte del asqueroso menú del hospital”. En ese momento tiene una visión: Él sujeta el envase metálico de los canelones precocinados mientras su perro lo lame hasta dejarlo reluciente. Se lleva la mano a la cabeza con un gesto de extrañeza.

.- ¿Te ocurre algo? –pregunta ella.

.- Nada, nada. Imágenes.

Ha decidido disimular. Deja el plato a un lado, sin terminar.

.- No voy a tomar más, no me encuentro bien.

En el mismo momento en que acaba de decirlo, empieza a sentirse mal, esta vez de verdad. El suelo de la cocina se aproxima de repente a su cabeza y ya no puede levantarse. Está consciente, tirado en el suelo de la cocina. Por el ojo derecho, el que queda arriba, ve unos pies, los de su mujer, que salen de la cocina. Al mismo tiempo, un rastro fluorescente empieza a revelarse en su memoria, como si le llevase a un sueño. Pero no es un sueño, es algo que pasó en realidad, como son reales un par de zapatos negros, de hombre, que entran en la cocina. No puede mover un solo músculo. Para un observador externo ha perdido el conocimiento. Pero él sabe que no es así. Las dos parejas de pies están juntas, a su lado, aunque no puede entender qué se dicen. La cabeza le funciona demasiado despacio, ocupada en seguir ese rastro brillante de su memoria hasta un lugar cercano. Es un parque y es de noche. Corre acompañado de su perro, que sigue recorrido a su manera. Hace mucho frío y el lugar está solitario. Se para. Da la vuelta y comienza a llamar al animal. No se oye nada. La niebla se deja resbalar desde las copas de los árboles. De pronto, dos figuras están a su lado. No sabe de dónde han salido. Le agarran con fuerza. Se resiste. Recibe un fuerte golpe en la cabeza pero no cae. Una ola de calor le recorre la espalda, pero aguanta. Los dos hombres aflojan su abrazo pensando que ya está KO. Gracias a eso logra zafarse y huir a la carrera. Corre adivinando apenas los árboles a través de una cortina roja que le nubla la vista. No sabe realmente si ellos le siguen. Sigue corriendo, hasta que, de improviso, una gran presencia se abalanza sobre él. Y después la noche.

La noche empieza también a caer en la cocina mientras los dos pares de zapatos se separan. Nota que se mueve. Algo lo está arrastrando por los pies a lo largo del pavimento. Ve alejarse la cocina y el recibidor. Luego pasa por una puerta y  le incorporan cuatro manos. Está en un garaje, frente al coche que antes vio fuera. Ese coche, ahora lo sabe, no es el suyo, pero le ha llevado muchas veces. El terror se apodera de él. Nota una gota de sudor que le resbala por la frente hasta colarse en su ojo derecho y diluirse con un escozor ácido en su lacrimal. Las manos le introducen en el vehículo dejándole caer en el asiento trasero. “Pásame la bolsa”, dice él. La bolsa es de plástico y se la ata a la nuca cogiéndole la boca por delante entre las dos mandíbulas. Le han tapado con una manta. Arrancan y se alejan. Ha reconocido ese rostro: es su amigo, su gran amigo. Parece como si el descubrimiento acelerara el despertar de su sistema nervioso. Nota primero que puede mover la lengua y los dedos de las manos. Se supone que él debía estar dormido más tiempo, pero no lo ha estado nunca. Las piernas comienzan a responderle. Poco a poco se quita la bolsa de la boca. Se detiene un momento a considerar la situación. Por el ruido del motor, deduce que el coche va rápido, demasiado rápido para una carretera llena de curvas. Con cuidado se destapa hasta que puede ver algo de la carretera entre los asientos delanteros. Los faros se abren paso con machetes de luz entre los árboles. Sabe que le faltan fuerzas como para enfrentarse a ellos, así que toma una decisión. Espera a una curva a izquierdas, muy cerrada y en subida, se levanta y acciona el freno de mano con todas sus fuerzas. El vehículo inicia un trompo hasta que encuentra el arcén y, más allá, una ladera llena de árboles.

“Y eso fue lo que pasó. Y llama a tu perro que está saliéndose del parque”, le dice un viejo al otro. “Y ¿cómo conoces tantos detalles?”. “Hombre, lo cuento como me lo imagino, claro. Pero en lo esencial fue así. Cuando el  Cifuentes fue asaltado en el parque y luego atropellado quedó en coma profundo y todos pensamos que nunca saldría de él. Su amigo Iriarte pensó que podía hacer algo para apropiarse de su fortuna. Él sabía que no tenía familia y que su mujer hacía años que había dejado el país, así que buscó una que se le pareciera y falsificó su pasaporte. No fue difícil encontrar quien le hiciera el trabajo. Por algo era directivo de un equipo de fútbol. Por otro lado, nadie sospecha nada de una mujer que viene a hacerse cargo de un enfermo en coma. Pero, milagro, Cifuentes da señales de que empieza a despertar. El médico informa a la supuesta mujer de que puede padecer amnesia profunda durante una larga temporada o incluso para siempre. Eso no les tranquiliza mucho y trazan su plan. El resto ya lo conoces. Iriarte murió en el accidente. “¿Y ella?”. “Ella quedó parapléjica y ahora ve el mundo como lo vio Cifuentes durante unas horas, pero con carácter permanente. Hablando del rey de Roma. Por allí viene Cifu con Polansky”.

 

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