¿Dónde están las mujeres liberales?

Beatriz Becerra

Beatriz Becerra

Decía María Blanco en la presentación de su libro Las tribus liberales. Una deconstrucción de la mitología liberal (Deusto, 2014) que “hay pocas mujeres liberales porque los hombres liberales son muy aburridos y hablan en código masculino ofreciendo ideas que no interesan a las mujeres”. Retranca aparte, hay unos cuantos hechos ciertos: que el liberalismo patrio adolece de un considerable mansplaining redicho; que nuestra historia ha maltratado a figuras liberales clave como Mariana Pineda y Clara Campoamor, y que las mujeres liberales han hecho buena parte su impagable tarea desde la clandestinidad.

Si el liberalismo no se entiende hoy de la forma adecuada es porque los liberales, hombres y mujeres, por incompetencia, complejos o confusión, estamos siendo cómplices necesarios. En esencia, ser liberal es una manera de ver la vida, basada en el ejercicio de tu libertad de elección como adulto, a la vez que asumes tu propia responsabilidad individual. En la agenda liberal las políticas sociales son tan importantes como las económicas, y es nuestra obligación moral y práctica explicar que son inseparables. El liberalismo es la mejor y más pragmática hoja de ruta para acabar con la pobreza y la desigualdad, porque fortalece la responsabilidad y la decisión individual, desde la libertad y la igualdad de oportunidades.

Y, por cierto: un liberal debe necesariamente ser feminista, pues la defensa de la igualdad efectiva ante la ley para todos los hombres y mujeres es un principio inexcusable. ¿Deberían las feministas contemporáneas ser liberales? Yo diría que sí: por pura garantía de afinidad y eficacia.

Del primer liberalismo femenino apenas nos queda la referencia heroica de Mariana Pineda, elevada a la categoría de Mártir de la Libertad del siglo XIX. Pero estudios históricos recientes recogen el papel fundamental de casi 1.500 mujeres liberales, un «ejército de amazonas» que escribía folletos, publicaba artículos y participaba intensa y extensamente en actos cívicos en defensa de la Constitución. Mujeres que dieron un nuevo sentido al valor de lo simbólico, portando cintas verdes liberales o usando abanicos y vajillas adornados con motivos constitucionales. Una verdadera revolución, profunda y silenciosa.

Dos siglos después, las mujeres damos por descontadas muchas cosas. Que podemos presentarnos a las elecciones. Que tenemos protegido nuestro discurso libre. Que hemos de participar en la vida pública e institucional. Que podemos elegir y debemos tomar decisiones individuales relevantes para nuestra sociedad, porque podemos votar. Y, sin embargo, hace menos de cien años que nosotras, las mujeres europeas, tenemos ese derecho.

En España, una sola mujer logró el voto femenino, para lo que en otros países hicieron falta miles de sufragistas. Y esa mujer fue Clara Campoamor. Republicana, liberal y feminista. «Estoy tan alejada del fascismo como del comunismo. Soy liberal», aseguraba. Una clase política más genuinamente liberal y menos inculta, acomplejada y sectaria que la que tenemos en España, habría haber hecho de Clara Campoamor, genuina representante de la “tercera España”, un referente.

Es el momento de la revolución liberal del siglo XXI: la del centrismo reformista insurgente. La de la consolidación de un espacio político eficiente y transformador. Y las mujeres liberales estamos llamadas a ser agentes esenciales de ese cambio posible y necesario. Sin complejos.

Beatriz Becerra Basterrechea es Eurodiputada de Grupo ALDE  

Esta columna de opinión se publicó primero en la segunda edición de nuestra revista en papel

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