Creer demasiado
Elvira Navarro
El otro día alguien de mi quinta me contó que había vuelto a ver un episodio de El gran héroe americano, serie emitida en los años ochenta. Para los que nacimos en los setenta, Ralph Hinkley y su traje de poderes especiales, llevado por el protagonista como si se tratara de un disfraz de Spiderman que los Reyes Magos le han traído a un niño flacucho, formaron parte de nuestro paisaje cotidiano, al menos brevemente. La serie no fue tan infinita como otros productos televisivos tipo Barrio Sésamo o La bola de cristal, que colmaban una infancia entera. Pero a lo que voy: me contó esa persona que, tras ver un capítulo, se decepcionó. Estaba convencido de que el serial era bueno, convicción que tenía una genealogía extraña a primera vista, pero en verdad común si se piensa un poco sobre el asunto. De niño barruntó que El gran héroe americano y su torpe manera de llevar el traje era una etapa inaugural de la entrada en la adultez, cuyo clímax equivaldría a un todopoderoso vuelo con el cuerpo debidamente musculado sobre alguna ciudad de altos rascacielos (o dicho de otro modo: había que ser primero Ralph Hinkley y pegarse toñas hasta metamorfosearse en un apuesto Clark Kent que sabría lucir impecablemente los galones heroicos). La incorporación de las aventuras de Ralph a las hipótesis que sobre su propio futuro hizo el niño fue sustituida, cuando la infancia quedó atrás, por el convencimiento de que la serie era buena. Así funciona la memoria: lo que fue importante es transformado para que siga siéndolo. Los hechos se falsean para salvaguardar una verdad emocional, vital o como gusten llamarla.
Mientras que al niño no le costó nada renunciar a su fábula de que se transformaría en un superhéroe cuando fuera mayor, sino que la dejó atrás en el mero crecer, al adulto sí le fastidió descubrir que aquella teleserie era un producto mediocre. Ninguna de las dos cosas tenía más fundamento que sus adhesiones sentimentales, y si el descubrimiento le dolió, fue porque conllevaba la renuncia a una creencia instalada durante décadas en su cerebro. Estaba solidificada, convertida en tejido neuronal. Se hizo sangre al arrancarla.
Creer demasiado suele traducirse en negar evidencias, incluso en aferrarse a algo terrorífico por motivos inconfesables y hasta invisibles para quien sufre la fe ciega. El terrorismo, las guerras de religión o las guerras a secas. La violencia. Ahí resulta evidente el exceso, pero éste se manifiesta por doquier. Por ejemplo, las partes más endebles de una teoría aparecen cuando se cree demasiado en sus postulados. Así, el intento de Freud de explicar la cultura entera como una neurosis sustitutiva del deseo zoológico acabó convirtiendo sus valiosos descubrimientos en una caricatura. En política, el fervor de unos y otros por sus partidos y sus líderes, ya sean corruptos, vendemotos, incompetentes o incoherentes hasta el sonrojo, lleva a un eterno retorno de lo idéntico sazonado con algunos espejismos de cambio. En el plano personal, creer demasiado que tu felicidad depende de tal o cual cosa también conlleva catástrofes. Oposiciones que no te sacas ni a la de tres y que se comen tu juventud, ansias de reconocimientos laborales que producen úlceras, hijos a los que se les machaca la vocación porque no es del gusto de los padres, vidas sentimentales desastrosas porque no aparece el príncipe azul o la princesa rosa, o por simple apego a relaciones que no funcionan.
Mi madre siempre decía que no había que empeñarse. Pues eso.